martes, 5 de febrero de 2019

MARES LIMPIOS QUE JAMÁS VOLVERÁN





Carlos Amador Marchant


Cada persona lleva su propio cofre. Los recuerdos se mantienen escritos en libros cuando se trata de escritores; y en la mayoría de los casos, en verdaderos tesoros denominados “Diarios de Vida”.
Al paso de años toda fantasía creada por el humano se ha sofisticado. Y, desde la invención de la pólvora, por allá en el 900 después de Cristo, los chinos se las ingeniaron para darle también un uso pirotécnico que, hoy en día, se expande y culmina en espectáculos cuyas visiones son verdaderamente alucinantes.
Años tras años, ciudades costeras o no, pelean por sentirse “superiores” en cuanto a la extensión (en minutos) del denominado “espectáculo” de fin de año.
En mi ciudad de nacimiento (Iquique), sin embargo, el asunto era, por cierto, diferente.
Avanzado 1964, época en que el puerto se mantenía en desmedro, los llamados “años nuevos” se anunciaban, sigilosamente, con una sirena instalada sobre la terraza de un edificio de 5 pisos. Era el más alto de la ciudad. La famosa sirena, poderosa por lo demás, la misma que era usada para el llamado a bomberos cuando se producía un poderoso incendio, retumbaba por todos los costados de aquel vilipendiado sitio hasta reventar tímpanos.
El más miserable poblador, el que vivía bajo la gran montaña de la Cordillera de la Costa, asfixiado en polvo, lograba también escuchar el sonido de este artefacto que señalaba, con exactitud, para colmo, también, la llegada del mediodía. Se trataba, en realidad, de un armatoste de hierro que tenía a muy mal traer a todos los que vivían aledaños, quienes, de alguna manera, recurrían a tapones caseros para escapar de aquel sonido asesino.
Antes de la medianoche del último día del año, y mientras alrededor de sesenta mil habitantes lanzaban cuetes, petardos, estrellitas, watapiques, serpertinas y un sin fin de patrañas que dieran ambiente al momento, la famosa sirena se hacía espacio entre pobres casas del puerto golpeando cerebros, machacando oídos, abofeteando puertas de maderas a punto de derrumbarse. Era el instante en que hombres, luciendo corbatas impecables de ocasión, se abrazaban y olvidaban rencillas. El ruido del mar cercano parecía reír con su tranquila mancha nocturna. Nadie lo tocaba. El océano estaba intacto. El mar no era tocado todavía.
Hablo de un pasado. Se podrá especular que era otra época, otra realidad. Se podrá especificar que habían menos habitantes en las ciudades del mundo, que el globo terráqueo era distinto. Pero el punto es otro. El punto tiene estrecha relación con el mar, con ese océano que todavía se conservaba diferente.
Los actuales, glorificados, aplaudidos, esperados y promocionados fuegos de artificios, en esos instantes no aparecían, no golpeaban la puerta de ese Iquique destartalado. La sirena, solo la sirena, la bocina, era el sonido, el artefacto que hacía de las suyas para alegrar esos momentos.
Más de medio siglo después, y aunque en la Segunda Guerra Mundial, es decir, antes de la primera mitad del siglo 20 los mares ya habían sido ultrajados a ultranza, con potentes bombardeos donde no solo morían humanos, sino mucha fauna marina, ahora se instaló la costumbre de explosionar sobre los océanos toneladas de pirotecnia que dañan la fauna y contribuyen a contaminar. Dichos gases liberan monóxido de carbono que maltratan, sin ninguna duda, la atmósfera.
La polución que sufre el planeta tiene un responsable directo: el hombre. Si bien vemos a diario muertes de animales en los océanos, en las selvas, en cada rincón del planeta, llama la atención que para estas fiestas la gente, la tracalada, ríe y salta, y grita, enajenada.
Pero el hombre también muere con su propio cuchillo. Es la realidad.
Pero el hombre muere y bien lo sabe. Pero no reacciona; o no lo dejan reaccionar. Hay manos negras, moradas, turbias, demasiado turbias en este asunto.

Frente a esta visión, me quedo con el armatoste de esos tiempos. El pesado fierro que obligaba a taponarse los oídos, a gritar para ser escuchado. Es decir, me quedo con la famosa sirena. Porque créase o no, los océanos aún respiraban en esas mañanas limpias de primaveras y otoños que jamás, jamás, volverán.


Escrito en 5 de febrero de 2019





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Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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