Escribe
Carlos Amador Marchant
Posiblemente
me encuentre delirando con esa postura del que todo lo ve y todo lo
siente. Sea así o no, siempre gusté de sensaciones que, incluso, en
ocasión, me dejaron a muy mal traer. Las mismas siguen latentes
hasta estos días, es decir, vivo pendiente del tacto, del olfato, de
lo que fue y no es, de lo que podrá ser o no será.
Por
lo antes expuesto,
he llevado varias
décadas, guardado en una especie de escondite mental, expresiones,
versos, palabras
que, a mi entender, se
escribieron y
catapultaron
a algunos
autores.
Los
mismos tienen que ver con el amor-tacto, pero al mismo tiempo están
relacionados con la sensación, el recuerdo de algo que estuvo y
quedó subrepticio, pero que se introduce en pupilas y hace delirar.
Decir que esas sensaciones pasaron de moda y que los recuerdos, el
palpar, sentir entre comillas, hoy se da de otra forma; o bien que
las nuevas generaciones no son como las de antes, es dar vuelta la
manivela en repetición constante y abrumadora.
Lo
concreto es que esos versos me siguieron por distintos territorios, o
bien yo los seguí a rajatablas. Estuvieron sobre mesa y otras veces
escondidos en escaparates. La mesa, las calles, los sitios de este y
de otros tiempos fueron trascendentes, porque formaron parte de la
escenografía que dibujaron aquellos escritos ya legendarios.
Una
tarde me pregunté cómo era posible que se sintiese de esa forma,
haciendo separación desgarradora entre cuerpo y alma. Si bien para
sentir, recordar o imaginar habrá que conocer por lo menos una vez
la figura corporal, el resto será cosa de almacenamiento e
inventiva.
Las
diferentes formas de recordar tienen relación con el perfume, la
voz, o con algún ropaje olvidado en un rincón de la casa.
Cualquiera de estas menudencias que hasta pueden ser catalogadas como
tesoros, son, sin lugar a dudas, herramientas perentorias.
El
poeta chileno residente en Europa, Oliver Welden (1946), por ejemplo,
sentado en una mesa, luego de almorzar, recuerda: “Amo la coronta
de la manzana comida por ti, dejada en el cenicero, entre mis
colillas, con sus pepas y tallos olvidados, como para que yo
simplemente los mire y recuerde que donde ahora estás no es lejos,
pero que nunca conoceré el camino” (
de “Perro del amor”).
Estos
versos me calaron hondo. Fíjense ustedes que aún sigo viendo, sigo
palpando, aquella manzana mordida, dejada, abandonada, sobre el
cenicero. ¿Quién sería esa mujer?, me pregunté cientos de veces.
La manzana mordida, la ausencia de ella. Ambas imágenes representan,
precisamente, el misterio de lo que vivimos, el ser y desaparecer, el
estar sobre una silla y dejar luego la marca, la fragancia como
sinónimo de recuerdo: ¿indeleble?. Es una pregunta gigante.
Adolfo
Couve (1940-1998) el pintor-escritor chileno en su “Narrativa
Completa” donde expone breves anotaciones
amén
a su estilo, nos saca de la tierra y transporta a latitudes de
laberinto. Si bien el autor siempre dijo que los poetas llegaban a
sitios
donde
pocos alcanzan, él, que nunca se consideró tal, lo fue en su real
dimensión. En Couve está el todo y también la bruma. Su retorno a
la niñez, por ejemplo, la validez de lo que viene después, es
decir, la existencia macro, la
fragua, poderosa, desde aquella
etapa. Entonces en él vemos el
recuerdo transformado en espejo, en espejo cruel, o tal vez en una
foto que tendemos esconder: “A alguien he amarrado al poste del
parrón. No estoy solo, somos varios. Su madre ha venido por él, se
lo lleva y nos dice algo duro. No puedo volver sobre el asunto; lo
olvido en este instante al recordarlo con tanta intensidad”.
En
realidad, la particularidad de ciertos retornos al pasado, o bien lo
singular de tocar una foto antigua, entendiendo como “antiguo”
todo lo que deja de ser al momento de mover un dedo, nos tiende a
atrapar en una especie de cueva sin salida. Si
bien Welden queda atrapado en ese mordisco a
la manzana, fruta simbólica de inicio existencial, Couve, por su
parte, teme a lo terrenal de una manera atroz,
teme a lo que se hace, a lo que hacemos, concentrado
todo en
brutalidad inconsciente. En
estos dos ejemplos, por
consiguiente,
se pasea la vida en su danza eterna, en su asombrosa e
irreconciliable forma de torturarnos. Y
estamos atrapados como animales de zoológico,
esperando,
simplemente,
el
todo o la nada.
Escrito
en 7 de junio de 2019.-
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