Escribe Carlos Amador Machant
Hago referencia a la culminación de la mitad, o
primera parte, de mi nueva novela denominada “El inefable chino Germán”. Preguntarán
por qué expongo públicamente esta reflexión, escrito, crónica, reportaje; llámale
como tú quieras. Porque, claro, muchos se irán por el lado de los temores,
aquellos que afloran en estos tiempos pero que, curiosamente, en mí, hace mucho
dejaron de existir. Me refiero, en concreto, al plagio.
Hablaba, además, de poner fecha que estipule el
momento de este escrito. Sí, es preciso: 11,30 de la mañana de un domingo 04 de
octubre de 2020. Me ocurrirá, estoy seguro, cuando pasen muchos meses o tal vez
años, que reiré al ver esa fecha, esos momentos, esos segundos. Siempre ocurre.
Tal vez, para ese instante, la novela ya esté culminada, tal vez editada, o en el
mayor de los casos, leída por tres o cuatro personas que son las que siempre he
aspirado sean mis lectores. “Que deje de ser humilde”, me han pedido muchos, al
paso del tiempo. No hay humildad, más bien una realidad ponderada, y latente.
Por otro lado, he pensado hace bastante tiempo,
lo podrán corroborar al leer escritos antiguos, que un aire constante se instaló
e hizo flamear en mí el siguiente pensamiento: “si son tantos los que hoy
editan, si son millones los libros hacinados en armarios, en ferias, tirados en
las calles, ¿dónde podrá estar uno mío, en qué mente colectiva podrá identificarse?”.
Cuando fui joven (porque todos lo fuimos,
incluso aquellos que están bajo tierra solo recordados por carcomidas cruces en
el desierto chileno, el peladero más inclemente del mundo) odié a quienes
usaban la muletilla “todo tiempo pasado fue mejor”. Ahora la sigo odiando, pero
le he hecho algunas reformas. No cabe dudas que, hasta la década del 80, editar
un libro no era cosa de muchos. Entonces, el camino estaba un poco más
transitable. Hoy, como en las vías de una determinada ciudad, la congestión es
insoportable.
Algunos escritores difuntos argumentaron sobre
este fenómeno. Pero se fueron y no volverán. Sus libros, sus pensamientos,
descansan en polvorientas bibliotecas de pueblos y ciudades: ¿llegarán a la
plataforma virtual?. Es la pregunta del millón.
Curiosamente, y esto no es asunto de desquicio,
me he preguntado si sucederá lo mismo con la cantidad sorprendente de jóvenes
que sacan títulos en las irresponsables universidades chilenas, dedicadas, al
igual que la salud, al lucrativo negocio de amasar billetes. Tantos
periodistas, tantos abogados, tantos ingenieros, ¿chocarán un día unos con
otros sin encontrar fuentes laborales?. El colmo es que nadie regula esto.
La escritura de esta nueva novela me ha
provocado una especie de regadío en territorio seco. Me ha permitido, al mismo
tiempo, meditar en varias cosas. Precisamente, una de estas tiene que ver con
el paso del tiempo y las férreas decisiones de algunos en cuanto a detener el flujo
de aguas por cauces.
En las décadas del sesenta y setenta del siglo
veinte, hasta el golpe militar en Chile, se publicaron tres revistas importantes:
Tebaida, Trilce y Arúspice. Los responsables fueron jóvenes que, tras la
llegada de la dictadura se transformaron en lo que se llamó “Generación
Dispersa”. Salvo Trilce, los poetas de aquel entonces se allegaron a nombres
relacionados con la antigua Roma y el antiguo Egipto. Solo Trilce, dirigida por
el poeta Omar Lara, optó por homenajear al poeta peruano César Vallejo, muerto
en Paris en la primera mitad del convulsionado siglo veinte. Las insistentes
preguntas que hicieron los periodistas de la época respecto al nombre del tercer
libro del poeta del Rimac, obligaron a que Vallejo expresara la verdad, es decir que “no significaba
nada”, que había sido una más de sus invenciones respecto a la lengua
castellana. Vallejo gustaba jugar con las palabras, gozaba con sus sonidos.
Hace unos días, a raíz de una distinción para la
revista Trilce (Premio Alonso de Ercilla, de la Academia Chilena de la Lengua),
Lara, su fundador y director, manifestó, como en muchas otras oportunidades, su
intención de dejarla descansar, que ya era hora de dar silencio a esa edición.
Pero luego, otra vez comenzó a idear un nuevo número. Siempre ha sido así. ¿Trilce, de Omar Lara, será revista eterna?.
Ojalá lo sea. Se trata de una publicación sobria, profunda y bien elaborada.
Aquí cabe preguntarse si es bueno mantener algo
sin caer en la asfixia. Y la respuesta podría ser que, si se trata de algo que
pasa de generación en generación, de familia en familia, manteniendo la
tradición en el arte de la palabra, responsable y respetuosa, todo puede ser.
Si bien Trilce se mantiene en pie gracias a la perseverancia y agilidad de
Lara, quien, incluso, no desfalleció ni siquiera en el exilio, ahora desde
Concepción sigue lanzando la sonoridad de siempre.
Estoy escribiendo, esbozando, lanzando sílabas
dispersas, en un domingo con sol y viento helado. Estos son los típicos timbres
de meses como septiembre y octubre. ¿Llegará la primavera verdadera, esa
primavera romántica que parece fenecer en los nuevos tiempos?. Hay que tener
paciencia.
04 de octubre de 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Entrega tu comentario con objetividad y respeto.