1.- Frontis del Teatro Nacional.
2.-El teatro en el momento del incendio, en 1970.
Escribe Carlos Amador Marchant
He llevado el cine en las venas y comienzo
a ver que la vida, tu vida, la de todos, es meramente otro pedazo de celuloide,
otro pedazo de cinta que corre y corre, que se transforma en escenario vivo -
real- irreal- en butacas donde no sabes si eres tú el que mira o son ellos los
que hablan.
Muchos meses atrás, tal vez décadas,
escribí sobre el antiguo Teatro Cine Nacional de Iquique, enclavado en zona
costera, pero en desierto, del norte chileno. Hoy vuelvo a escribir sobre él, ahora
desde la perspectiva dejada por aquella película vista por cuarta vez en
distintos años, con ojos y corazón diferentes, haciéndome sentir el mismo sabor
a silencio, a fantasmas, a sitios enmarañados.
Me refiero a “Cinema Paradiso”, del director y guionista Giuseppe Tornatore y,
cuya música, además, quedara inmortalizada tras esa creación de Ennio Morricone
y su hijo Andrea.
Del compositor italiano ni
hablar, porque cualquier cosa sobre él siempre será poco. Quienes lo seguimos lamentamos
su fallecimiento en los primeros días de julio de 2020, a los 91 años, por una
caída que le produjo fractura de fémur. Morricone, ya no está con nosotros,
pero siempre estará, o sea, volvemos al tema del celuloide. Se fue su cuerpo,
solo eso, todo lo demás, hasta que este planeta sea planeta, se mantendrá vivo.
“Cinema Paradiso”, es un
trabajo que transporta. Me sitúa este filme en ese histórico rincón de Iquique,
el antiguo caserón de madera, donde no solo los fantasmas caminan a cada rato,
sino también voces de miles y miles de seres que han hecho historia. Me refiero
al legendario Teatro Nacional.
Volvamos a la película “Cinema
Paradiso”: “Toto”, el niño travieso que gusta del cine y quien se acerca al
viejo Alfredo, el proyeccionista, para que este le enseñe el oficio, es tal vez
el asunto y tema crucial de esta creación cinematográfica. Pero también lo es
el posterior alejamiento del pueblo de Giancaldo, Sicilia.
Se trata de un alejamiento necesario: ¿son necesarios
los alejamientos?. Todo apunta a una respuesta positiva. En el caso de “Toto” fue
crucialmente necesario, porque tras treinta años de ausencia lograría
convertirse, nada menos, en un famoso director de cine: Salvatore Di Vita.
La película está situada
en la Italia de post guerra y fue filmada en la década del 80. Hay aquí, en
cada rincón, mucha nostalgia.
El Cinema Paradiso se
incendia como el Teatro Nacional de Iquique. Aquel siniestro en el puerto chileno
fue en noviembre de 1970. Estábamos en los primeros meses de la llegada al poder
de la Unidad Popular, comandada por Salvador Allende. El que escribe tenía tan
solo 15 años. Lo desgarrador de ese incendio no está en la inmensa llamarada
que iluminó casi todo el puerto en desmedro, sino en la pérdida de un
patrimonio histórico difícil de olvidar. Como el Cinema Paradiso, el teatro
Nacional lo perdió todo, quedando escasamente sus murallas de cemento duro,
aquellas levantadas, probablemente, en 1930. Su ubicación era
central: Sargento Aldea con Amunátegui. Nunca
más podrá haber otro teatro que lo asemeje. El destino le había preparado esta
jugarreta.
Fui amigo del proyeccionista
y del portero, pero nunca busqué lo que hizo “toto” en el filme; mi camino no fue
aprender a manejar esas pesadas máquinas con inmensos rollos de películas, más
bien gusté me obsequiaran pedazos de cintas para llevarlos a casa. Allí, con lupa
y ampolleta di inicio a mis primeras proyecciones sobre una muralla de la
moranza. Aquella incursión en el mundo de filmes en el decadente puerto, se
había iniciado en 1965 y, en menos de un año, había visto la cartelera completa
anunciada sobre paredes de la poderosa construcción.
Las películas en blanco y
negro, las aventuras de campo del cine mexicano, los hermanos Aguilar, Demetrio
González, pasando por Libertad Lamarque desde Argentina, y las más rítmicas
filmaciones de Enrique Guzmán y sus pandillas, podían ser mis favoritas. Pero
también gusté de Joselito, Cantinflas, Marisol, entre otros. Es probable que este
desenfado o avidez por ver todo el cine que se anunciaba en carteleras, tenga
relación con el escaso avance tecnológico del puerto, a la ínfima diversión,
más allá de escuchar a las únicas tres radioemisoras de la ciudad que lanzaban radioteatros
de amor y terror que pulularon.
El Teatro Nacional se
identificó con una construcción de tres pisos. Fue tan fuerte aquella
experiencia niñez-pubertad que, por largos años, soñé entrando a sus salas. La
diferencia es que en estos sueños vi al sitio en escena lúgubre, donde muchos fantasmas
me acorralaban. Tenía platea, palco y galería. Era circular como un anfiteatro.
Mi amistad con el proyeccionista y el portero permitió recorrer sus
dependencias y entrar a los nueve años, casi camuflado, a ver cine para mayores
de 14. Fue la primera vez que vi a Ursula Andress, mostrar parte de sus
piernas. No cabe duda que era un niño osado. Pero el estar en el teatro
Nacional se fue transformando en una especie de vicio, quise ver películas
todos los días, caminar por esos sectores repletos de comerciantes por donde
pequeños rufianes, ladronzuelos se hacinaban. El olor del teatro, sus espacios,
sus rincones, me fueron aprisionando como la misma historia de la pampa, como
el deseo de rescatar a miles de muertos en cementerios fantasmas del desierto,
como la imagen que llevo aprisionada, eterna, del pueblo donde nació mi madre
ahora transformado en peladero.
Hace unos días, hurgueteando
archivos fotográficos, hallé algunas imágenes del Nacional, su frontis, su
incendio. Retrocedí vida y me reencontré con la niñez. Surgieron muchas
preguntas, sin duda, pero el escaparate del cerebro buscó mantenerme erguido, sin
lágrimas.
El director y guionista de Cinema Paradiso,
Giuseppe Tornatore, lo expuso todo. Es como si él
hubiese vivido lo que viví antes o después. La diferencia está en que “Toto” se
desgarra por salvar de las llamas a Alfredo, quien queda completamente ciego
luego que le estallara un carrete de cine en su cara. La diferencia está en que
Salvatore Di Vita, tras treinta años ausente
de su pueblo natal, regresa al ser informado del fallecimiento del
proyeccionista.
Desde el tercer piso del
Edificio Colectivo de la calle Patricio Lynch, de Iquique, veo la ciudad
iluminada por las llamas. El teatro Nacional se retorcía. Eran las 22.45 horas
del 24 de noviembre de 1970. No hubo muertos, pero las llamas parecían lanzar
alaridos y gritos fantasmales. Cayeron las galerías, el palco, sobre la platea.
Toda la historia del cine se iba allí; se iba toda la niñez y pubertad. Yo no
fui a socorrer a nadie. Desde la lejanía del puerto vi morir al teatro, vi
morir un pedazo de Iquique.
Me fui del puerto que un
día casi se transforma en caleta, y me perdí por más de treinta años. Tal vez
igual que “Toto”, regresé un día a la ciudad, pero esta vez a despedir a mi
padre, fallecido en la tristeza del desierto.
Una bella y nostálgica analogía...
ResponderEliminarEstimado, con todo respeto si tendría alguna reseña del Teatro ESMERALDA (ex teatro variedades) Barros Arana / Thompson
ResponderEliminarLamentable, pero ...
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