Dedales, hilos, tijeras, reglas de distintos tamaños. Ternos colgados. Olor a tela humedecida, a plancha de carbón, a horas de amanecida. El sastre, el antiguo, el de la salitrera y del puerto de Iquique, miraba a la lejanía como si la vida fuese o no fuese, y los años se transformaban en tizas cuadradas, casimires. Mi padre vistió a pampinos y a quienes se atrincheraron en el puerto. Muchos cadáveres fueron enterrados con sus trajes. Eran telas escogidas, colores elegidos y usados por años. Pronto fueron a descansar con ellos. Porque la sastrería olía a vida detenida. En cada rincón había una tela, en cada espacio voces que no se escuchaban. Era un sitio donde la tristeza se abría espacios. Todo parecía no ser de ahí, todo parecía silencio de bóveda. Muchas agujas se esparcían como clavos. Una vez que los hombres recogían sus trajes, llevaban a la sastrería a pasear por el mundo. Mi padre murió en el siglo veintiuno cuando sus manos ya no cortaban telas. Y al nicho del cementerio, en Iquique, llevó toda la sastrería para vestir al silencio.
Diciembre 2020.-
Admirable homenaje al padre que va al cementerio a "vestir el silencio". Se revive la nobleza de un oficio antiguo que persiste en la memoria. Hermoso texto...
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