Escribe Carlos Amador Marchant
Después de más de un siglo en cuclillas (me parece) vengo recién a reencontrarme con el lápiz que dejé detenido sobre el escritorio de la casa. Hace una semana había comenzado a restaurar casi todos los rincones. Es decir, vi libros arrumbados, diseminados, la imagen más viva de una pequeña masacre.
Ahí estaban: Wilde, Tagore, Kafka, Rousseau, Voltaire, Homero, Defoe, en el más completo desorden generacional y de épocas. Poetas y escritores chilenos, latinoamericanos, europeos, en fin.
Entendí en ese momento que las cosas no son tan sencillas como suelen programarse, que los esquemas para readaptar una sala de estudios requiere de la más delicada organización.
Las cajas de cartón, las famosas cajas de cartón, aquéllas que debes conseguir en los grandes supermercados, tienen que llevar diminutas anotaciones, pulcras anotaciones que en algún momento te señalen lo que pusiste adentro.
Entonces requieres de varias fórmulas para salir del paso. Primero, alejarte de por vida de la pereza, entender que cada segundo que pasa son los intestinos que se alimentarán de esa nube negra que significa el traslado de libros.
Todo este cuento de restaurar una sala, me trae el tiempo en que trabajé en una biblioteca universitaria. Por allá, por los ochenta, esas universidades se fusionaban en el norte de Chile y daban paso a una sola Casa de Estudios. Entonces el traslado de textos de un campus a otro, las toneladas de libros, daban paso al caos entre cajones y camiones. Llevar cada una de estas mentes transformadas en papeles, el hacinamiento, la idea de no perder el orden de cada minúsculo trofeo, las clasificaciones, el sudor de tardes y noches enteras. Vi deambular a los grandes pensadores, filósofos, matemáticos, científicos, escritores, poetas, dramaturgos. Los vi caminar descalzos, trasladándose por escaleras interminables, hacinados en cajas de cartón, sacando la lengua entre las hojas carcomidas. Y el problema no era sólo trasladarlos, sino dónde ubicarlos. Meses enteros lo pasamos en estos ajetreos, donde no sabíamos el destino final de estas reliquias.
Me tocó participar, posteriormente, en el ordenamiento de una biblioteca de historia, con una sola profesional autorizada para leer los textos. Sin duda, no se puede catalogar un libro si no se han leído, por lo menos, sus primeras cincuenta páginas. La sala estaba atestada. Eran cientos y miles de ellos. La mitad de sala, correspondiente a donaciones diversas, mantenía una cantidad impresionante de volúmenes sin registros, donde cualquier amante de la lectura, pasándose de pillo, se los podía llevar a casa. Afortunadamente aquí trabajaban dos personas que eran respetuosas de la historia.
El asunto radicaba, más bien, en la lentitud para poder sacar adelante un proyecto de esa envergadura.
El asunto radicaba, más bien, en la lentitud para poder sacar adelante un proyecto de esa envergadura.
Fueron semanas y meses interminables donde lo único que veía a la distancia eran libros hacinados. Impresionantes colecciones confeccionadas con cuero de vaca, con letras de la época, de más de tres siglos atrás, con ese olor a antigüedad y a tierra detenida, a polvillo que se esparcía silencioso. Veía rostros en cada espacio, sentía en las noches el corretear de hombres diminutos y gigantes.
Los que ahora transitan por la actual Universidad de Tarapacá, no imaginan las maratones locas, el caerse por las escalerillas con las cajas al hombro. Pero era el amor a la palabra, el tratar de conservar aquello que podía perderse en cualquier momento.
Y ahora me encuentro con estos Wilde, Tagore, Kafka, Rousseau, Voltaire, Homero, Defoe, en el más completo desorden generacional y de épocas. Trasladando mis propias cajas, haciéndome espacios en la sala, encontrándome con el lápiz de nuevo, tratando de calmar las aguas de este desorden de olas… universales.
2 comentarios:
un abrazo