Escribe Carlos Amador Marchant
A mi llegada al puerto de Valparaíso (1995) sorprendió su forma de vida, sus costumbres. Y hay algo que no puedo dejar en el olvido de la mañana a la noche: el accionar de los recolectores de basuras.
La verdad, no hay nada extraordinario en ciudades planas. La diferencia con esto lo ejerce precisamente este puerto con sus escaleras y pendientes que han sido retratadas en cientos de ocasiones por pintores, acuarelistas y escritores, al paso de siglos.
Como muchas personas dedicadas a la escritura, he vivido en esta ciudad en sitios diversos. Aquí he conocido gente de diferentes estatus, con vocablos e ideas distintas, con el aletear de vuelos distantes.
Sin embargo, después de haber leído un texto hasta altas horas de la amanecida, siempre fui despertado por gritos de recolectores de basuras, con sus inmensos camiones. Son diferentes voces, algunas muy nasales, otras graves, con risotadas al brote: ¡¡Aseo!!. gritan.
De ahí hacia adelante no se puede volver a la cama. Es decir, parece que con este rugir comenzara el día sin que nadie te diga lo contrario.
La basura, y más aun, los vertederos, son como la muerte del hombre. La muerte crucificada Me palpan las manos estos versos del norteamericano Allen Ginsberg: “Millones de hijas caminan sobre el barro/Millones de niños se bañan en la inundación/Un millón de muchachas vomitan y gimen/Millones de familias sin esperanza, solas.”
Muy jovencito, en el norte de Chile, en período de vacaciones liceanas, trabajé de obrero en una industria eléctrica. La labor era (entre muchas otras), dos veces a la semana, acompañar a un camión tolva repleto de basura para ser depositada en un vertedero en las afueras del lado norte de Iquique. Mi impresión al llegar a ese lugar siempre fue de destrucción, de muerte eterna o de fosa común, del mundo encuclillado en su inmundicia disfrazada. Era tanta la cantidad de moscas en ese sitio, que caminar por aquellos cerros de escombros, se hacía insoportable. La hediondez y la humareda, las bacterias entrando y bailando por tu estructura. Nada ahí era pureza. Lo comprobaba al regresar a la ciudad, con los ropajes impregnados a esa fetidez penetrante.
Los recolectores de basuras en Valparaíso son diestros en la materia. Pero no sólo por saber trabajar en estos escenarios de podredumbre, sino por la conformación de la ciudad. Ellos van gritando casa por casa: ¡¡Aseo!!, haciéndose espacios entre los cerros, entre las quebradas, y luego subiendo el material en unas especies de lonetas que transforman en grandes sacos. Los camiones los esperan más arriba, en lugares planos, donde los hombres, sudorosos, deben llegar con esos cargamentos.
Desde la distancia se ven como hormigas recorriendo árboles. Bajan y suben escaleras, calles, y beben la mierda y el vino de los días.
Las cifras dicen que en fiestas patrias, en los días de estas festividades, los recolectores alcanzan a retirar más de doscientas toneladas de escombros. El año pasado, al finalizar el 2011, se acumularon doscientos cincuenta toneladas de basura. Es decir, se trata de un trabajo agotador y minucioso.
Por esta razón, cuando ellos pasan alrededor de mi barrio, van dejando la estela de días agrios. Pero siempre ríen y gritan. Cuando suben cerros te miran desde lejos, lanzan bromas, saludan, cantan.
La contraposición entre vida y escombros se acentúa. Los ropajes sucios y sudorosos se enfrentan entre días de sol y de lluvia.
En Valparaíso, los recolectores de basuras golpean puertas en los cerros. Tratan de despertar al que no dejó sus miserias en la calle. Algunos salen corriendo, apresurados, con bolsas en manos. Parecen temer la mirada labriega del basurero.
Aunque parecen gatos o roedores al acecho, estos valiosos hombres regresan a sus casas también.
Los he observado bajo la torrencial lluvia del puerto. No se ven debajo de aquellos trajes amarillos. Y las calles le abren paso con sus aguas corriendo como ríos.
Los recolectores de basuras me recuerdan a un tiempo en que la niñez te embadurna las piernas. Y hasta veo mis zapatos manchados con desechos, con fetidez a perros sarnosos. Me recuerdan el momento en que nos llamaban al baño nocturno, cuando las madres sacaban todo el trajín de podredumbre. Y ellos hacen lo mismo al llegar la noche. Regresan a sus casas, cansados y tristes, a eliminar por un momento, todo el llanto del mundo.
1 comentario:
Abrazos desde Brasil