sábado, 21 de diciembre de 2013

Los caballos y otros animales junto al hombre





Escribe Carlos Amador Marchant


De mi vida en el desierto muy pocas veces -estoy refiriéndome a valles u oasis- logré estar en contacto con caballos. Más bien los encontraba lejanos.
Por esos escondrijos del altiplano nortino generalmente lo más cercano a mí fueron los asnos, aquellos animales cabizbajos y tristes, con rostros de pereza que siempre cargaban un cuanto hay.
Estaban en todas partes, en las afueras de las casas de adobe, vagando solos, algunos, por caminos interminables de tierra dura.
Junto a ellos están las vacas. Sin ser un hombre de campo, ellas me traen el primer jarrón de leche, espumoso, en una mañana nublada y sin retorno.
Siempre quise montar un asno. Transformado esto en una obsesión, los años pasaron como ráfagas sin cumplirse el cometido.
Ahora ese deseo no está en mí, tan sólo los observo con pena irremisible. Es que me parecen tristes, cabizbajos como si llevaran una cruz eterna, como si nacieran y antes de nacer ya no quisieran entrar a esta vida. Han sido siempre tratados como torpes, como flojos. Si de verdad observáramos cómo trabajan, tal vez dejaríamos de lanzar tantos improperios a su imagen. A veces me da la impresión que ellos saben de tanta humillación, y finalmente han terminado por ser meditabundos y sin ánimos.
Más allá de todo contexto no hay que dejar de lado la popularidad de este cuadrúpedo, ya que a más de algún humano, en el transcurso de sus días, sea por lentitud o torpeza, se le ha identificado, simplemente como “burro”.
La vacas, en cambio, a la inversa de las sensaciones enunciadas anteriormente, me traen el olor a fecal de campo, a guano repartido donde estos animales a diferencia de lo que pueden pensar muchos, me envuelven en un entorno de vida silvestre inigualable.
A los bueyes y vacas los recuerdo en épocas cercanas a una choza que habitaba en las alturas cordilleranas de Puerto Montt. Animales heroicos, rondaban detrás de la casa insignificante y pobre, bordeando un río que corría a cien por horas. Las vacas se adentraban entre los cercos destruidos por el viento inclemente de las montañas. Y miraban con sus ojos enormes como sabiendo de su error invasor.
Sorprendían estos rumiantes por su fortaleza de resistir temperaturas de cinco grados bajo cero más las lluvias constantes de la zona. En las mañanas estaban transformadas en unas moles blancas por la escarcha, y lo único que se veía de ellas eran sus ojos.
Al margen de su condición de hembras, las vacas siempre me sabían a madres, a pasivas madres, responsables, pensadoras, como si todo les preocupara.
Con tanta alabanza a su forma y arquitectura, no me explico aun por qué cuando joven, en los momentos que alguien se sentía increpado por el otro, le decía: “no seais vaca”.
Con los caballos no tuve acercamiento. Más bien los seguí en el cine, en las películas del oeste norteamericano, o en las rancheras mexicanas que copaban las carteleras. Aunque en mi ciudad nortina, por tradición, se usaron en la década del 60 y 70 las victorias tiradas por caballos, siempre me dejaron el recuerdo de calles fétidas a meados y excrementos esparcidos. Aquellos coches a los que me refiero y que en tiempos de glorias deben haber servido para transportar aristócratas, en los años que los sitúo eran usados para el acarreo de dueñas de casas que salían del mercado con sus bolsas repletas de verduras.
En consecuencia, los caballos, hermosos por su imponente cuerpo, han estado de todas maneras al lado del devenir de los humanos. Pensando en los burros como “patitos feos”, estos potros, en cambio, no lo han pasado bien junto a los dominadores del planeta. Han estado acá y allá, en cada espacio de barbarie del hombre hasta la llegada del vehículo motorizado y el crecimiento de las grandes urbes. Su historial está no sólo en el transporte, sino en las grandes guerras, observando las masacres y la bestialidad de los hombres.
Ahora ya no hay espacios para ellos como en los tiempos de glorias. Hace unos días, por ejemplo, vimos circular por una de las autopistas de la capital a un potro en sentido contrario de la gran avalancha de vehículos. Tras haber ingresado a la selva de autos, el desesperado animal, pareciendo pertenecer a otro mundo corría con los ojos desorbitados siguiendo el instinto de supervivencia. Todo pudo haber desembocado en una gran tragedia. Los caballos ya no son para las grandes ciudades. Es como si un gato (guardando las proporciones) fuese lanzado al gran océano.
Delia del Carril,”La Hormiga”, la fiel compañera de Pablo Neruda (su segunda mujer), después de los setenta años se entrega de lleno al arte del grabado, siendo considerada por muchos especialistas como una de las artistas innovadoras de este arte. La niñez de Delia estuvo rodeada de caballos en una vida primaria aristocrática. Luego de haber viajado por el mundo, de haber conocido a cientos de intelectuales y artistas de fama, de haber vivido junto al Nobel por mucho más de una década, la inspiración de la artista fue precisamente “el caballo”. Es decir, vuelve a su infancia.
En el Taller 99 da rienda suelta a sus inspiraciones equinas. Su director, Nemesio Antúnez, dijo al respecto: “Cuando Delia del Carril dibuja un caballo, no se pregunta cómo se dibuja un caballo, sino que inventa su caballo, como lo hace un niño, como lo hace el verdadero artista, el creador”.
Es pues, el caballo como un tema universal, fuente de inspiración. Virginia Vidal en su libro “Hormiga pinta Caballos”, expone con minuciosidad la vida excepcional de Delia del Carril, las alegrías, las soledades, el deseo de vivir de esta mujer que se mantuvo en esta tierra por 104 años. Aprendemos, por cierto, con este texto, a conocer más en profundidad a esta grabadora. “Un pan de Dios y humana”, dijo Santos Chávez.
Pero los caballos están siempre presentes con hidalguía, aun cuando el cemento se sigue adueñando de los campos.
Mi infancia no estuvo cercana a ellos, más bien deseé montar en un asno. Sin embargo, de algo estoy convencido, de la belleza impresionante de esta especie, una especie que sigue acompañando al hombre en los tiempos de los tiempos.

1 comentario:

Oliver Welden dijo...
Tus asnos, caballos, burros y vacas son otra cosa, por cierto, tan cercanos al hombre, tan del hombre. Te adjunto una vieja fotografía de dos palominos que tomé en las montañas de Apalachia, en Carolina del Norte, allá por el año 1983. Encuentro interesante y muy amena la manera en que hilvanas tus textos, siempre uniendo al tema alguna faceta literaria o cultural (en este caso, Delia del Carril, Virginia Vidal, Nemesio Antúnez, Santos Chavez). Hace tiempo te dije que no desistieras de tus crónicas, que van a quedar, y mis palabras fueron corroboradas recientemente por Lucho Sepúlveda cuando él te escribió a propósito de tu artículo Sobre ballenas y un libro: "Estimado Carlos: (...) Tu blog es uno de los pocos que merecen llamarse literarios. Es sencillamente muy bueno y tus crónicas son estupendas. ¿Las tienes reunida en un libro de crónicas? Es un género que se pierde con el tiempo. Un fuerte abrazo desde Gijón, Asturias. Lucho". Y eso digo yo también, que tus crónicas son estupendas. Te escribe desde Benalmádena, Málaga. Oliver Welden (poeta) 21 de agosto de 2010

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"El mundo que hicimos, el mundo que queda por hacer, no tienen el mismo valor o significado. Se hilvanan distintos ojos. Pero la vida es una sola, conocida o no, y la acción de amarnos con chip reales, tendrá que ser prioridad de los nuevos tiempos."

Carlos Amador Marchant.-

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Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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