

escribe
Carlos Amador Marchant
Al
paso del tiempo algunos personajes han pasado a ser parte de mis días
antes de irse de este mundo. En circunstancias distintas cada uno, en
su momento, han dejado un recuerdo que he ido madurando hasta hacerlo
eterno. Quien más o quien menos, no fueron de grandes vivencias, ni
estadas en restaurantes, ni bohemias estrepitosas, pero sí en la
forma de haberme despedido sin tener en cuenta una despedida.
En
crónica de fechas anteriores, cuando me refiero a la imagen y
presencia de Mario Bahamonde en Antofagasta, hice alusión a que
logré conocerlo y dialogar en su casa a meses que se nos fuera, en
1979, de este mundo. Era el Antofagasta semi nublado de esos años y
donde la voz y el rostro del escritor alumbraban en medio de la
penumbra. Bahamonde reía con sus invitados, pero en su interior una
luz se apagaba y él lo sabía. Contaba chistes, anécdotas de
bohemias con Andrés Sabella, crueles vivencias de la dictadura del
sálvese quién pueda. Pero estaba triste, sus ojos lo reflejaban y
nosotros nos habíamos percatado. Era el fin.
Al
paso de los años, en 1983, en la Plaza Mulato Gil, en un lanzamiento
de libro en Santiago, donde estaban entre otros Miguel Arteche, Pedro
Olmos, Oreste Plath y muchos invitados, vi aparecer casi terminando
la tarde al poeta Jorge Teillier. Su caminar era lento y se desplazó
hasta el segundo piso donde se realizaba la ceremonia. Lo vi
acercarse a la multitud y cómo una cantidad de bellas féminas lo
abrazaban y le pedían autógrafos. Al día siguiente, alrededor de
las 8 de la noche, fui a la sede de la Sociedad de Escritores de
Chile, en Almirante Simpson, lugar que por esos años se llenaba de
escritores y poetas de todas las edades. Tenía deseos de contactarme
con algunos creadores de la capital e intercambiar experiencias de
las actividades que se ejecutaban en la Primera Región. Mi sorpresa
fue grande cuando veo a la entrada de la casona al mismo Teillier,
pensativo, sin ganas parece de ingresar al salón, o bien esperando a
alguien. Me acerqué y le entregué mi mano para saludarlo. La
inexperiencia por esos años hizo sacar una voz casi temblorosa y le
manifesté alegría por tener a mi lado a tan ilustre personaje. Le
expresé que venía del norte y que por esos lados su nombre era muy
apreciado. Me miró con ojos fijos, grandes, rojizos, desafiantes,
amenazadores. Luego desde su boca saltó una voz irritada que me hizo
retroceder: ¡No soy ningún personaje ilustre!”, disparó.
Cuando
le entregué dos libros de mi autoría esbozó una sonrisa y
agradeció el gesto. Luego guardó los textos en uno de los bolsillos
de su paletó y me despedí para dejarlo tranquilo. Fui a recorrer
unas salas y al volver ya no se encontraba en el sitio. Había
desaparecido. Veinticuatro horas después volví a la casona de la
Sech a terminar unos contactos y mi sorpresa fue mayor. A la misma
hora y en el mismo lugar se encontraba Jorge ahora con un aspecto
distinto. Sus cabellos se veían hirsutos, el paletó estaba arrugado
y también los pantalones. Bamboleaba. Pasé cerca suyo y no me
reconoció. Su mirada estaba perdida. Desde una distancia de cuatro
metros lo observé de pie a cabeza. Mi sorpresa fue cuatro veces
mayor. Con ese aspecto terrible que tenía, que daba a entender
cualquier cosa, algo me sorprendió y quedó grabado para el resto de
mi vida: “en el bolsillo de su paletó arrugado aún estaban los
dos libros que le había obsequiado, tal vez sin ser leídos, pero
estaban allí, intactos”.
Esto
mismo me hace recordar un anecdotario escrito por Javier Campos y
aparecido en 1996 en una web, donde se refiere a un encuentro en
Temuco entre Jorge Teillier y otros camaradas. Había sido después
de una lectura poética. Luego se refugiaron en una casa donde
corrieron las empanadas y vino tinto. Entre esos contertulios se
hallaba el poeta Oliver Welden, quien debía retornar a Santiago de
urgencia. Alrededor de las ocho de la noche, cuando todos estaban
contentos, fueron en grupo a dejarlo a la estación. Welden le había
regalado a Teillier dos libros de su autoría: “Perro del Amor”
(difícil de ubicar por estos días). Le había dicho: “Uno para ti
Jorge y el otro para la biblioteca de Lautaro” (Welden era una
persona que siempre gustó publicar libros de ínfimo tiraje, incluso
una vez en el norte me expresó que un día publicaría una obra de
15 ejemplares, para que nadie las encuentre, me dijo, sólo
algunos).
Cuando
Oliver Welden se fue en un tren a la capital, el resto marchó
presuroso a una de las casas donde suelen ir sólo los hombres.
Cuenta Campos que al entrar a ella, las mujeres al ver al “poeta
Teillier” se abalanzaron sobre él para saludarlo como si se
tratara de un hermano o un tío. Estuvieron ahí alrededor de una
hora bebiendo chicha de manzana, y cuando estaban por irse, en un
gesto que quedó grabado en la mente de Campos, Teillier, mirando
dulcemente a una muchacha hermosa y de rasgos asiáticos a quien
apodaban “la vietnamita”, le obsequió un libro de Welden, el
mismo que originalmente estaría destinado a la biblioteca pública
de Lautaro. Al respecto, el mismo Campos expresa: “ Es por eso que
ahora la biblioteca del pueblo quizás no cuente, entre sus libros,
con la primera edición de ese hermoso poemario llamado “Perro del
Amor”, porque debe ser parte de la biblioteca privada de la
“vietnamita” “…Yo acoto: “Lo más probable es que mis
libros, los que estaban en el bolsillo de su paletó, hayan terminado
en el tacho de la basura”.
Otro
caso que me quedó grabado es el del poeta popular Roberto Parra,
hermano de Violeta y de Nicanor.
Tras
hacer las primeras entrevistas de la mañana, volvía al matutino de
Arica donde trabajaba a buscar unos documentos y luego me trasladaría
al incipiente Departamento de Cultura Municipal de entonces. Al
doblar la calle San marcos, a tres cuadras del Diario, un señor de
edad, de caminar lento, imagen pura del pueblo, me detiene y consulta
si sabía dónde se ubicaba el departamento de cultura municipal. Lo
miré sorprendido y le contesté que curiosamente yo me dirigía al
mismo sitio a entrevistar a Roberto Parra, que la información debía
salir en primera plana encabezando la página de espectáculos, que
me habían dado el dato que estaría en ese lugar a las 11 de la
mañana y que aprovecharía de entrevistarlo en ese mismo momento si
es que lo encontraba.
Por
esos días ya circulaba en prensa la obra en décimas “La Negra
Ester”, mujer que Parra conoce en la boite Luces del Puerto en San
Antonio y con quien inicia un romance que inmortalizó y que
inicialmente puso en escena con la Compañía Gran Circo-Teatro,
dirigida por Andrés Pérez.
Era
importante para mí entrevistar a Parra, quien tenía un historial
artístico y “choro”, trabajador en tiempos de dictadura en
distintos oficios como músico ambulante en la Vega Central en
Santiago, en circos, cabarets y boliches sureños. Autor de varios
libros en donde incorpora la cueca urbana o chora, irrumpía súbito
para el grueso de la población que por esos años sólo manejaba
poderosamente los nombres de sus hermanos Violeta Parra y
Nicanor.
Pues
bien, en la calle Sotomayor, me mira sorprendido al escuchar el
nombre “Roberto Parra”. Me observa, me acerca su mano, me da un
palmazo, y me dice: “Soy Roberto Parra, para servirle”. Como no
lo conocía personalmente, mi sorpresa fue enorme. Lo abracé y
juntos marchamos hacia el sitio común. Allá le haría la entrevista
en medio de algunos reconocimientos que le entregaba la municipalidad
nortina, y en medio, por cierto, de una sorpresa que para mí quedó
eterna.
Un
año más tarde su salud se complica y se le detecta un cáncer a la
próstata. En abril de 1995, Roberto Parra muere a los 74 años
rodeado de sus familiares y de todo el pueblo chileno.
Los
tres personajes, por cierto, me dejaron un recuerdo imborrable. Por
supuesto más que otros que logré conocer, por la forma de dialogar
con ellos y porque luego ya no estarían más con nosotros.
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