lunes, 23 de diciembre de 2013

Poesía en medio de la barbarie


Escribe Carlos Amador Marchant



Toda una larga y asfixiante reconstrucción de hechos, y en medio de éstos, miles de cosas parecen aletear en cada rincón por donde camino.
Las cárceles de la Quinta Región de Chile fueron los primeros lugares que conocí al llegar a Valparaíso. Y no se trata que haya caído en cana ni nada por el estilo, sino por unos proyectos ganados al comenzar 1996.. Desde esos momentos hasta la fecha, aún siguen encendidas brasas de lo observado.
Me parece haber sido, si no el primero, por lo menos el que inició el tema de los talleres literarios en la década señalada. Los inicios fueron en la cárcel de Valparaíso (ex Cárcel). Más tarde Casablanca, Limache y Quillota.
El tema central es cómo entré a estos laberintos sin saber de ellos.
Sin tener experiencia en estos asuntos carcelarios, recuerdo haberme contactado con un asistente social de la institución. Conversamos sobre el tema. Era 1996. Hasta ese momento nadie tenía la certeza de los resultados que acarrearía la experiencia.
El hombre en cuestión siempre me miró con cara expectante. Era un ser moreno y pequeño. Yo, en cambio, lo miraba desafiante, como diciéndole que no le temía a nada. Estoy seguro que el resto de los funcionarios de Gendarmería, pasando por su plana mayor, también acarreaban temor. Me dio la impresión, y no puedo sacarme esto de la cabeza, que ellos se preguntaban “qué haría yo en esos lugares donde sólo parecía estar instalado el demonio”.
Un día antes de comenzar estos talleres, me citaron al recinto a las diez de la mañana. Me aclararon que la idea había sido conversar un poco para promocionar la actividad..
Llegué diez minutos antes al lugar, a este sitio que hoy se le llama histórico, y que yo más bien le llamaría “siniestro”.
Dicho señor con cara de soslayo, me invitó al casino de la institución. Ese era el lugar donde almorzaban todos los administrativos y superiores. Afable en todo caso, el profesional me presentó a todos sus colegas y la mayoría estrechó mi mano. Sensitivo, me pareció que muchos decían para sus adentros: ¡ni sabe lo que le espera¡
No recuerdo su nombre, pero sí los consejos constantes:: “debe ser fuerte frente a la presencia de estos reclusos” “esto no es fácil”…”Debe hacerse un cartel para ver si los hombres se interesan en el tema..¿me entiende usted?”...terminaba diciendo.
Con todas estas cantinelas el almuerzo no entró bien al estómago.
Media hora después me tocaba, cara a cara, enfrentarme con esos seres de rostros fieros.
Dije que el almuerzo no había entrado bien en el estómago. Pero esto no importaba.
De repente, el asistente social, mirándome fijo a los ojos, preguntó: ¿está preparado ya?. Y nos paramos de la mesa.
Habían seleccionado una sala grande. Al paso del tiempo, ahora que he ido a visitar este lugar transformado en museo, no logro ubicar el sitio que me asignaron para dialogar con los reos.
La caminata por el patio del recinto, tras las recomendaciones dadas por el profesional, me pareció interminable. Cuando llegamos al lugar, observo a una treintena de hombres sentados en el suelo y otros apoyados en las paredes. Nos situamos en la parte superior de la sala y comienzo a ver las posturas de cada hombre, sus ojos, la dureza de sus movimientos. Me presentan en medio de murmullos. Hablan del proyecto brevemente y terminan señalándome como profesor.
Los hombres me miran de pie a cabeza, dicen cosas entre ellos, algunos parecen reírse, alguien grita por ahí: “¡de qué se trata esto, don”!. Y el profesional deja que me explaye.
Al parecer al comienzo nadie entendió mucho. Miro para todos los rincones. Tengo la impresión que a ellos les gusta que uno los mire a los ojos. Y seguí. Les conversé sobre el proyecto y al final pregunté cuántos serían los interesados en asistir. De los treinta sólo levantaron la mano diez. Uno dijo por ahí..¡¡esto es una gueá¡¡¡¡
El asistente me miró y expresó su alegría. En su imaginación rondaba la idea que nadie aceptaría, y el fracaso pudo ser lo más cercano a sus pensamientos.
Los martes fueron los días acordados para esos encuentros.
Estaba, sin duda, frente a la bravura, la misma que me tocó percibir semanas antes, cuando se me ocurre asistir al entierro de un bombero por la noche. No conocía esas ceremonias fúnebres con cientos y cientos de hombres provistos de antorchas, con bandas militares y carros. Llegué hasta el cementerio que está, precisamente, frente a la ex cárcel. En el momento del silencio total en medio de los deudos y cantidades de voluntarios, cuando van haciendo el ingreso del difunto y alguien comienza a hablar sobre las virtudes del hombre que se había ido, en medio de cantidades de flores y luces de vehículos, desde los ventanales del recinto irrumpen gritos y voces huracanadas: ¡Menos mal que te moriste guevón!. Y las carcajadas provenientes del lugar penitenciario parecían rebotar junto al aire de la noche. Era la barbarie.
Yo llevé poesía a ese sitio. Al paso de los años me he preguntado sobre esta especie de valentía. Era como ingresar flores a un campo minado.
En esos martes al entrar y salir de la cárcel me tocó ver patadas y combos en los contornos. Gritos enfurecidos y hedor a cuerpos nauseabundos.
En medio de esa selva estos diez hombres que quisieron ser poetas esperaban mi llegada y me escoltaban hasta la sala como protegiéndome. Ellos querían estar en contacto con los libros, tenían la esperanza de cambiar sus días.
En la cárcel de Quillota el ingreso era a través de varias puertas de hierro. Quince heroicos se atrevieron a estar conmigo. De los quince uno entró en pánico a la segunda clase y se paró con violencia. ¡váyase a la mierda profe, esta gueá no me interesa!. El resto quedó en silencio, y luego lo dejaron salir en medio de comentarios fulminantes.
Un alumno me sorprendió con palabras que detecté eran de una persona educada. Se trataba de un joven de no más de veintidós años. ¿Qué hacía ahí?, me pregunté. Más tarde conversó que había estado en una fiesta universitaria (estudiaba sociología) y una vez que salió a la calle un muchacho ebrio amenazó con matarlo. Se fueron a las manos y él le propinó un combo que lo tumbó hasta hacerlo caer al suelo. Se fue tranquilo a su casa, sólo pensando en que había logrado salir airoso del bochorno. A la mañana siguiente golpean a su puerta. Eran dos policías. Le avisaban que el joven a quien le había lanzado un combo normal de cualquier riña, había muerto de una especie de trombosis. Es decir, se convirtió en un asesino impremeditado.
Dos años estuve rondando el sabor de los calabozos, viendo ojos desorbitados, dentaduras caídas y voces con historias difuminadas.
Pero hay que decir que estas son las cárceles donde el ser humano deja su vida en las paredes, y el sufrimiento de hacinamientos y muertes no es nada más que la imagen de un país que trasunta la barbarie.
De ese tiempo a esta parte han pasado catorce años. Un día voy caminando por la calle y alguien me grita. Se acerca un hombre a quien nunca logré recordar, pero me dice “profe” y ruega a todas las estrellas que lo recuerde. Me grafica en medio de una alegría terrible que había salido en libertad hacía dos años. Finalmente me abraza y me expresa que seguía escribiendo poemas, que él fue uno de mis primeros alumnos de la penitenciaría de Valparaíso y que, incluso, había ganado unos premios en su población. Tras media hora de diálogo lo veo alejarse vigoroso. ¿Habrá triunfado la poesía?.

editor

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"El mundo que hicimos, el mundo que queda por hacer, no tienen el mismo valor o significado. Se hilvanan distintos ojos. Pero la vida es una sola, conocida o no, y la acción de amarnos con chip reales, tendrá que ser prioridad de los nuevos tiempos."

Carlos Amador Marchant.-

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El antiguo muelle de Iquique-Chile.

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Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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