viernes, 20 de diciembre de 2013

Poesía Galpón de Redes Marinas





(Carátula original, encontrada en internet en 2019, y que perteneció al dibujante Tristán Torres. La misma fue trabajada el año 1980, en dependencias de la ex Universidad del Norte de Arica-Chile)

Galpón de Redes Marinas
Libro publicado por Carlos Amador Marchant, Premio Nacional de Poesía-U. del Norte Antofagasta (1979)
(editado en 1980 y reeditado en 1994)




Había llegado la edad de los 23 y salían, por los ojos, racimos de complicadas ideas. Estas complicadas ideas se habían transformado en mar, en cientos de mujeres sentadas al lado de montañas, pero montañas de redes. Eran redes húmedas que traían al océano, impregnado. Eran redes manchadas, rotas. Habían sido trasladadas desde muchas millas para ser depositadas en una galería fría. Es decir, era una porción del mar que se instalaba frente a ellas. Miraba a las trabajadoras como quien mira fantasmas tras nebulosas. Aquí había un mundo desconocido por los humanos, aquí estaba la muerte, acechando. Aquellos seres se sentaban a coser y miraban y sentían al océano a sus pies. Las olas se entreveraban con los pasos. Las voces se confundían con el cielo.
Era una casa inmensa alejada del mundo. Era tal vez la casa de las gaviotas, las mismas que volaban sobre nuestros cráneos. Me pregunto si esas mujeres fueron gaviotas, o si me había transformado en ave marina sin darme cuenta.
Las paredes de ese galón eran de calaminas oxidadas. Y estaba instalado casi a orilla de playa, casi como al medio entre océano y desierto. Al paso del tiempo me pregunto cómo ese mar del norte chileno no saltó de repente tragándose aquella inmensa construcción.
Más de cien obreras laboraban el cosido de redes. Solo tres hombres caminaban en medio de la belleza femenina. Porque la belleza está con más furia en el desorden estético, en la suciedad de harapos, en el hedor de la naturaleza. Y estas mujeres eran todo eso. Traían puesto sobre la mente el traje natural de la vida, y lo paseaban sin timidez entre soledad y bravura.
He caminado guardando casi eterno este espacio crudo. Fue en 1978 cuando me atreví a ingresar a los húmedos rincones de una pesquera en faena. Sin tener experiencia en el uso de cuchillos cuyos filos atemorizaban a cualquiera, tomé en mis manos aquellas herramientas destinadas al corte de cabos.
Los fantasmas humanos que se pasean por orillas de mar pertenecen a aquellos que estuvieron en esos galpones, en esos sitios tragados por el mar al paso de décadas. He sentido voces por allí, voces que relacioné con naufragios, pero que no son más que señales de quienes sudaron entre el silencio marino, entre el silencio de ratas y fierros arrinconados.
Al momento de escribir esta nota han pasado 36 años de aquel encuentro con el mar, y sin embargo, sigo sintiendo olor a pescados descompuestos, ese penetrante olor a huiros, ese penetrante olor a mar. Y hay también otros olores que me han perseguido en el tiempo; estos tienen que ver con la ropa de mujeres, los perfumes baratos de sus bolsos, el aliento salvaje, silvestre, cuando dialogaban.
Este había sido el mundo que descubrí. Y no sé si ellas me llamaron para introducir aquel espacio dentro de la vida de ciudades. Porque parece que fue todo sincronizado para dar cierta eternidad a seres que se desplazan por el planeta sin ser vistos, sin ser escuchados. En torno a esto mismo me pregunté un día qué eternidad podría darle a las marineras si también dejaré la tierra para transformarme en polvo. Y la respuesta no se hizo esperar en un largo sueño a las cuatro de la mañana, donde ellas caminaban por sobre mi esqueleto en una danza confundida con fuegos, mares, tierras.
Este sueño, como presagio, ha sido el culpable de que cada cierto tiempo siempre vuelvan estas mujeres a tocarme, a mirarme. Ellas hablan el vocablo de la arena. También hablan el vocablo de las latas con su óxido y de millones de peces transformados en pescados.
En la vida del hombre no todo lo caminado se archiva en la mente. Pero este galpón de redes y su mar han quedado eternos. No se trata de conservar un pasado inexistente, más bien es el pasado el que siempre está vivo y se rearma en las mismas orillas donde deambulan fantasmas.
El misterio del mar con sus goletas es el misterio más intenso depositado sobre el mundo. El mar es más misterioso que un cementerio nocturno. Nunca he sentido más cerca la eternidad que sentado sobre rocas marinas en medio de la noche. El ruido del mar tiene calidad de lamentos confundidos con gritos humanos. Por eso la eternidad de estas mujeres marinas. Por eso la eternidad de este Galpón de Redes .


DESCARRIADO

Acostumbrado estoy
a arrinconarme de día en las desoladas
arenas de la costa.
Como pollo friolento
alejado de padres, de hermanos, de parientes.
¿Quién ha puesto esta vida en mis canillas
rodando como neumático roto?. Nadie
me responde.

La olas llegan, me tapan, se recogen
y me dejan con cara de difunto. ¿Qué será
de mí
a esta hora de un día que no he vivido,
que tengo dormido como vida de vientre?.

Acostumbrado estoy
a sentir pánico de la noche marina. No podría
poner ni siquiera un pie en sus oscurecidas aguas.
Acostumbrado estoy
a sentir pánico de los días en las ciudades terrestres.

Por eso
a cada hora me siento más escéptico de hogar,
más pollo sin padres, sin hermanos, sin parientes.


SOY


Pero soy de la vida.
Soy de la vida aunque quiera negarme,
aunque me pisen las desgracias,
aunque coma lágrimas. Soy
de la vida,
de aquélla que transcurre,
de la que tanto y tanto reniego,
de la que tanto y tanto aborrezco. Soy
del Sol,
de los árboles,
del mar,
de todo esto que tiene nombre. Soy
irremediablemente soy,
aunque me arrastre por las calles,
todo harapiento,
todo con dolor de estómago y de cerebro,
todo rodeado de alambrepúas,
todo rodeado de gritos de prostitutas y de ladrones.


NIDO

Pero algo en mí se acampa y ese algo tiene
sabor a mar.
Alguien entre mis raíces, muerto hace muchas décadas,
debió ser un hombre de océano.
Porque de otra forma no me explico
que todos mis caminos vayan a la costa.

Creo que mi alma esconde un secreto.
Un secreto con sabor a llantos, a gritos
y a ruidos de embarcaciones.

Y con ese algo de pereza que convalece
se encamina mi cuerpo como un cachorro
que mira a su alrededor e investiga.

Soy un marino con las llaves del océano en la mente.
Alguien que se pone el traje y se lo saca.
Un marino que tal vez aún no viene al mundo,
pero que busca su nido en las rocas,
en las algas marinas, y en galpones pesqueros.


AMO


Amo la tierra de orilla de mar.
Aquélla que se lava la cara por la mañana
y se moja los pies a la hora del crepúsculo.
Amo su figura callada y sometida,
su contextura húmeda y solitaria,
su esqueleto estático y salado.

Esta es la tierra en donde se desahoga el océano.

Es el sitio
abierto
a los caprichos de las aguas.
Esta es la tierra en donde se dejan caer los náufragos
y las embarcaciones destruidas a pedazos.
Este es el sitio en donde aterrizan
los hombres asesinados por los cuchillos de las olas. Este es el sitio
en donde la desgracia llega muerta,
en donde se entreveran gritos de fantasmas.
Esta es la casa
que me arrastra como a un esclavo. Esta es
la tierra que amo, la que se lava la cara
por la mañana
y se moja los pies a la hora del crepúsculo.


GALPÓN

La primera vez que entré a aquel galpón de redes
me pareció haber penetrado a una goleta varada
sobre las rocas de la costa.
Todo era humedad, el mar ahí dormía
protegido entre bastiones de calaminas.
Un balde de océano lanzado a la tierra era ese galpón.
Las manchas del pez más libre
aprisionado por las garras del hombre
se hallaban impregnadas en el suelo, en las paredes,
y hasta en los harapos de las mismas mujeres.
Nunca pude sentir más de cerca la profundidad del océano
que tocando un grillete oxidado, escondido
bajo unos cajones olvidados.

Las escamas de los peces
fueron mi silla por largo tiempo mientras bebía
una triste
taza de café.
Y mi ropa nunca pudo oler más que a pescado
descompuesto
cuando caminaba y estiraba -saltarines-
mis brazos y mis piernas.

¡Cómo poder hablar de paraíso
si en cada milímetro de calamina, colgaba
una lágrima de mujer marina!

He dicho que nunca pude oler más que a ese galpón.
Me lo llevaba, junto a mi ropa, al regresar a casa.
Y hasta el óxido danzaba en mis pantalones
como un bailarín ebrio.



REDES

Cosiendo redes frente al mar.

“A veinte metros las olas, fieras, heladas.”

Y yo ahí, rodeado de mujeres
entumidas, con sus agujas y cuchillos en las manos.
Cada vez que observaba aquellos rostros
mi alma estilaba
y, en ocasiones, asustada, huía
de tanta humedad reinante.
A veces creo que si hubiese penetrado
en alguno de esos seres,
me hubiera encontrado de nuevo con el mar, salpicante,
triste.

Porque eran así, como verdaderos peces robados
de las aguas
y depositados en aquel galpón de calaminas oxidadas.
Algo así como gaviotas entumidas
por la fuerte marejada y la fría soledad del invierno.

Caleta de ojos casi muertos.
Ahí donde la música más helada
rodea al alma. Caleta
de ojos
de mujeres
casi muertos,
yo conocí en tus compartimientos
tus harapos desordenados.
Y cada vez que entraba a ellos
no veía más que ropa de mujer escondida, friolenta.

Rodeada de grasa y de moscas, mujer
cómo pude ver tu alma femenina!
Si de cada grito tuyo mi alma temblaba
y de cada una de tus palabras huían alborotadas
las sílabas del diccionario. Así como cuando alguien corretea
afanoso, a unos perros en la calle.

Yo no vi, mujer,
Más que inmundicia frente a ti. Basureros
que tapaban tu alma.
Como para que los hipócritas
puedan lavarse las manos en tus pozos de tragedias


LEJANIA DE AGUJAS

Nunca pude coger bien la aguja,
ni el cuchillo,
ni las cadenas, ni los cabos, todo
quedaba grande, helado, en mis manos.
Sin embargo, alguien, una mujer que no recuerdo bien
me enseñó a poner los pie en la humedad,
a ver luces de embarcaciones en la noche,
a poner las manos sin guantes en las redes
impregnadas de pescados descompuestos.
Y así aprendí a ver sus intestinos, sus ojos,
sus escamas
juntas y sobre mis pantalones y mis camisas.

Por eso
siempre que vea, a lo lejos, un puerto
con sus aguas grasientas,
recordaré a estas mujeres.
Siempre vendrán a mí cuando mire
de noche luces de embarcaciones desde la distancia.
O cuando llegue a mis manos algún pedazo de red
o algún grillete, oxidado.

Porque la vida es esto, un ir y un venir.
Y cuanto más desee saber de sus almas
ellas se me alejarán en medio de océanos y de puertos.

Sólo los peces, cada vez que se lance una red al mar,
sabrán en qué lugar han puesto sus agujas,
estas mujeres que tuve junto a mí un tiempo.


ME PARECE

Me parece ver la redería
aun cuando la cinta del tiempo se ha alargado.
Está todo aquí, como si lo estuviera viviendo de nuevo.
Como si fuera el primer día de una aventura desconocida.
Porque es como si estuviera viendo los boliches
arrinconados
como cerros,
y las largas cadenas, como largas y pesadas
culebras,
y los innumerables corchos tirado en el suelo,
y las anillas y los cabos sueltos
y las voces de mujeres que gritaban
con la fuerza de un hombre
arrinconadas o esparcidas por diversos lugares.
Y, a veces, hasta me llega el olor a pescado,
y hasta mis talones parecen humedecerse.
Porque esto es así, queda
impregnado como el mismo sol del desierto.

Yo no sé si mis pasos
habrán quedado penando por esos lugares.
¿Estará mi voz entonces escondida en las calaminas
o tal vez mi voz ha sido llevada por las redes que toqué
hacia las profundidades del mar?.
¿O estaré arrinconado en algún tarro, en algún cajón
o en algún harapo de mujer tirado en el suelo?.
Porque todo queda en algún sitio
aunque yo haya hablado bajito
y haya pasado tan rápido que nadie se dio cuenta
que estuve allí.



UNA MUJER

Una muchacha se me acercó un día.
Tan súbita, rebelde, risueña.
Aprendí a beber el café junto a ella.
Y hasta pude reír frente al frío de la costa.
Yo no la creí capaz de ceñirse a mi vida,
porque éramos tan distintos como la ciudad
y el océano.
Pero, sin embargo, vino y escudriñó
y fue entrando a mí pausada, como cuando entra
una anciana a la puerta de su casa.

Nunca he podido conocer mejor a una mujer
que a aquélla que se me acercó un día.
A veces rompía en llantos
y, cuando me abrazaba,
todas sus lágrimas rodaban por sobre mi camisa
engrasada.

Me pregunto cómo pudo unirse a mi vida,
tan súbita y risueña como una mañana de primavera.
Porque aquí no hubo nada, ni un llamado,
ni una seña desde lejos, nada
que nos hiciera sentir avergonzados.
Sólo sé que desde ese día
ya no pude beber el café solo y triste como antes,
en medio de aquellos fierros y cajones y redes
húmedas.

PEQUEÑA 


Era una mujer pequeña. Pequeña
como una ola de orilla.
Todo su cuerpo se desplazaba
rápido
como los peces del océano.
Y estaba aquí y estaba allá,
siempre en movimiento,
como un emblema que flamea en el aire.

Jamás pude verla estática,
escurridiza mujer de galpón y de redes.
De aquéllas que se apagan y florecen
como los mismos caracoles marinos.

Era pequeña como una ola de orilla y misteriosa
como ella.
Blanca y oscura como el tiempo del norte,
blanca y oscura como la superficie y la profundidad.

Era pequeña de piernas y brazos, de harapos y palabras.
Mínima como un grano de arena,
pero grande y misteriosa como el mar y la vida.


LABIOS

Fueron míos sus labios
junto a la sal y al olor de las redes.
Y nunca pude descifrar, en medio de tanta braveza
lo que sus besos me decían y me daban.
Sin embargo, al tomar sus manos,
me fui sintiendo dueño del océano.
Porque eran las manos de una redera,
las mismas que han tocado tantas y tantas
profundidades.
Sin embargo,
hablaba de sus labios.
Aquellos cálidos labios
que me cobijaron durante todo el invierno.
Y no puedo hablar de otra cosa porque fueron ellos
los que me dieron todo su cuerpo en una tarde
de gaviotas en el cielo.
Ellos me traen su cuerpo en rápidos ropajes,
aquéllos que despojé un día para hacerla mía.
Y me fui acostumbrando a su vida y a su olor
marítimo,
a su andar y a su voz grosera,
a sus gritos y a sus piernas.
Y me fui muriendo a pausas, hora a hora,
cuando las goletas del puerto me la llevaban
cada vez que quería tenerla cerca.


TARDE

Era la tarde, junto a nuestros cuerpos,
tan quieta hasta parecerse a un puente
abandonado.
De esos puentes azotados por las olas
y que no dicen nada como alguien demasiado
mudo y consciente.
Y creo que jamás podría definir al cielo,
porque cada vez que lo observaba,
la marinera besaba mi boca hasta bañarla
de océano.

Y era el océano, entonces, el que se adueñaba
de la tarde,
así como las aves se adueñan de las alturas.
Pero yo era feliz frente a ese panorama frío.
Y eran la sal y el aire los que vitalizaban
mi alma.
Y era su cuerpo, demasiado salado y tibio,
el que,
protegido entre mis brazos, circulaba
como una rueda hasta dejarme absorto.

Era la tarde tan quieta, pero estaba ella
y estaba yo.
Y estaban los fierros y estaba la arena. Y estaba
el rugir del mar.
Y estaba su aliento silvestre, y estaban las gaviotas
y los gritos
y los ruidos de goletas.
Era una tarde quieta, pero tal vez no lo era.
Porque crujían, a lo lejos, los lamentos
de las olas.
Y el aire, a medida de nuestros besos, se iba
haciendo una mina de crepitaciones.
Sin embargo era mía la tarde.
Era mía y la apretaba entre mis manos
cual si fuese una moneda.
Y rodaban entre mis piernas las piernas
de mi marinera.
Y cada vez que palpaba sus muslos
un escalofrío de peces galopaban por mi alma.
Y era la tarde, sin embargo, quieta. Tan quieta
como un puente de caleta.



PERO ME EQUIVOQUÉ 

Pero me equivoqué de casa, marinera mía.
Me equivoqué y caí
como cae un ave desde las alturas,
herida, herida por las piedras o las balas.

Marinera de paño abierto y de mar abierto,
yo no cuajé ni en tu paño ni en tu mar
turbulento.
Todo no fue más que un mar de besos agrios
y de iras de gato, y de noches de insomnio.

Marinera de ojos grandes, de boca grande,
de oídos grandes y de pechos grandes,
todo lo mío fue ínfimo para ti.

Mujer de ojos bien abiertos y de un corazón
cerrado
quise, sin embargo, todo lo tuyo,
tu cuerpo, tu alma pueril,
tu cuchillo, tu aguja, tus manos sucias
y tus zapatos sucios.

Fueron crepúsculos distintos, alejados
de silencios.
Fueron los crepúsculos de gritos y de ruidos,
aquéllos que se marchan como lo hacen los forasteros.

Y aquí, desde lejos, mi alma llora
frente al mar que tanto amas y que yo tanto amo. Pero fuimos
tan distintos
como la ciudad y el océano.




Y UN DIA PARTÍ


Y un día partí
como parten las estaciones. No podía
ni siquiera seguir escudriñándote.
Marinera de mierda, te amé como aman
los depravados.
Con ese deseo de lamer
tus labios de día y de noche.

Y un día partí
Y dejé atrás el sabor del vino de los puertos.
Y dejé mi cuchillo y mis herramientas, allá, a lo lejos,
botadas,
y todo aquel ruido de cadenas y de cajones.

Este color del mar
y este amor engrasado, cercano a los fierros
y cajones y redes y ratas.
Este color del mar y esta pena mía
absorbe mi alma hasta dejarla hueca.

Y un día partí
sin siquiera mirar atrás.

“Marinera mía, mentiste como mienten los leopardos.

Tu boca me pedía desde lejos que no marchara,
Pero mis herramientas quedaron botadas,
arrinconadas,
abandonadas,
como reliquias de museo.

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Carlos Amador Marchant.-

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El antiguo muelle de Iquique-Chile.
Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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