escribe
Carlos Amador Marchant
En
más de una ocasión, cuando todas las cosas que pensaste no fueron
bien pensadas, comienzan a entreverarse un sin fin de laberintos por
donde quizás nunca anduviste. Es decir, surgen rostros que ya habías
olvidado (tal vez), imágenes muertas que estaban depositadas en
fosas comunes.
Lo
primero o lo último que podrás decir es que la vida la hiciste mal.
Pero: ¿qué es hacer bien o hacer mal la vida?.
Los
enamorados se aman; luego vuelcan en repudio. La vida está hecha de
blanco y negro. Esta dualidad pasea por nuestras solapas.
Nací
en un lugar lejano de Europa, o tal vez de Asia, de América. No lo
tengo claro. He preguntado qué es lo que el ser humano tiene claro.
Termino respondiéndome que no sabemos mucho. Nos arrogamos,
orgullosos, tener en nuestras manos adelantos que la tecnología nos
ofrece para alcanzar el cielo. Parece, guardando proporciones, solo
alcanzamos el techo de nuestras casas.
Me
propuse, entonces, sacar el abrelatas depositado en un rincón del
escritorio. Pretendo comenzar a abrir, paso a paso, mentes humanas.
Pretendo indagar desde qué momento empezó el hombre a caminar, sin
darse cuenta, sobre cambios interpuestos hasta transformarse en
zombi.
La
palabra “industria” hoy es léxico diario. Está en todos los
campos de las artes y las no artes. Hay lucro gigante que se apodera
de todo. Y esta “industria” manipula, soborna, establece
criterios y normas.
Cuando
a los diez años recibo mi primer regalo escolar tras excelentes
calificaciones, un libro, el primer libro que cae a mis manos es “Las
aventuras de Tom Sawyer”. Aquel obsequio entregado por profesores,
mientras otros muchachos esperaban palitroques, trompos, juegos
diversos, fue como luz en medio de una noche, con olores a
chocolates, galletas. Por ese tiempo no sabía lo que significaba
leer un libro; pero era, en cambio, experto en sensaciones. Mark
Twain, tampoco me era conocido. Aquellas aventuras de Tom me
significaron el pálpito de vida, el subterfugio para inventarme otra
vez. Pero, por sobre todo, vi luz, sonidos, el aire que hoy casi no
respiramos.
El
escritor norteamericano, aquel Twain soñador (1835-1910) y quien
hipotecó libertad de vida por seguir, por ejecutar proyectos, estuvo
(está) al paso del tiempo, en un sitio privilegiado. La férrea
mano, la “industria”, ha hecho, sin embargo, alejar de
sensaciones. Aunque es preciso dejar establecido que esta expresión
se aleja de amarguras y bravatas, aquel sentimiento perdido frente a
miles y miles de textos editados por año, ha desvalorizado el
entorno.
El
sistema lo masifica todo. Las universidades, por ejemplo, entregan
títulos al por mayor. Creo, al paso de muy poco, esos profesionales
chocarán unos a otros en agria cesantía. En las artes las
facilidades que da la tecnología, en el plano de edición de libros,
propugna la propagación de malísimos exponentes. Hay otro asunto
que se debe agregar: “cuando me aventuro por grandes centros
comerciales, veo cantidades sorprendentes de textos, precios
múltiples, temas diversos, carátulas elegantes. En computadores
emergen páginas que acceden a la “industria” del libro. Podemos
ver exposiciones al por mayor.” Y he aquí que me detengo a pensar:
“es esto el fin del arte o es el comienzo del término de la
civilización.” Entonces quiero responder, pero me quedo en
silencio.
En
redes sociales todos promocionan obras. Todos muestran libros. Otros
requieren que les compren textos. Entonces recurren a auxilios que
suenan muy mal. Se sacan fotos mostrando obra poética, novela,
ensayo, en fin. Muchos alardean premios en certámenes de América,
de Europa.
Debo
aclarar que perdí ese ímpetu por editar. Se me fue, se me extravió
aquella sensación tan exquisita; el olor a la tinta recién salida
de imprenta. Y, aunque me he propuesto seguir escribiendo en
silencio, en la más completa orfandad, sigo pensando en “buscarme,
aunque
sin
encontrarme”.
septiembre 17 de 2019.-
Hermosa crónica. Me hiciste revivir parecidos sueños, sobre todo después de haber estado cerca de la casa de Mark Twain, hace tres años.
ResponderEliminarUn abrazo.