(Para
mi fallecida hermana Jéssica Marchant Crespo)
La muerte viene siendo como ese golpe que da el jinete al caballo. “/ Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,/ la resaca de todo lo sufrido /se empozara en el alma... ¡Yo no sé!.../Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras “, nos decía el cholo Vallejo, desde sus “Heraldos negros”, desde su poesía profunda y mundanal.
La muerte ahora tiene apellido, se llama “cáncer”, y está a la vuelta de la esquina, acechando con sus brazos abiertos, esperando a sus víctimas como el monrero agazapado en lugares oscuros.
Lo concreto es que ella, la Jéssica, mi hermana, fue vencida por este demonio tras largos años de batallas. Desde uno de los senos hasta la extirpación, hasta el avance por el cuerpo, incendiando rincones como grandes ciudades. Finalmente, dejando su arquitectura física como estropajo. Fue el momento en que Jéssica voló hacia otras latitudes, llevándonos la delantera sobre esos misterios.
Esto fue el martes 18 de noviembre. En la mañana del miércoles, tras un aviso sorpresivo vía telefónica, estaba yo sobre una camilla próximo al quirófano. Por una protuberancia extraña en el lado izquierdo de la barbilla, iban a operarme en un día muy nublado. Negra y absurda coincidencia: muerte y operación.
Mientras me transportaban sobre la camilla en dirección a la sala de operaciones, Jéssica estaba conmigo y me miraba. Ella había muerto en la noche y a mí me conducían ahora por los pasillos, entre la mirada de quienes transitaban al interior del recinto. Estaba nervioso. La muerte de mi hermana pudo llegar en cualquier momento, pero nunca imaginé sería la misma noche en que me preparaban (me preparaba) para el quirófano de la mañana siguiente.
Hay una relación literaria con ella. Mi primer librito editado en imprenta de Santiago, en 1977, tiene una humilde carátula confeccionada por Jéssica. Es aquella bota sobre un pedazo de tierra que identificó al poemario “Pisando tierra”. Acababa de cumplir dieciocho años. Yo la pasaba por cuatro. En mil novecientos setenta y nueve, la ex Universidad del Norte de Arica, imprime la obra “Galpón de Redes Marinas”, que había logrado un premio a nivel de país, y ahí estuvo ella, junto a sus otras dos hermanas menores (Jacqueline y Jeannette), apoyando en la confección del libro. Hoja por hoja, nos desplazábamos por mesas en el subterráneo de esa Casa de Estudios Superiores, con el único fin de hacer elevar ese “Galpón” en una etapa dictatorial. Éramos jóvenes y el entorno requería de cierta unión para poder idear algunas fantasías que nos sacara del terror de la dictadura militar.
El paso del tiempo me hizo salir por diversas tierras del país. Y fui alejándome de mucha vida en familia. Sin embargo, como cuando un destino se planifica o está en nosotros, en los últimos meses hablamos por teléfono largas horas, recordando y aún aleteando planificaciones. No queríamos cortar. Entrábamos y salíamos de temas diversos.
Jéssica era una mujer pequeña. De ojos grandes y sonrisa que parecía escapar al momento de verte. Observadora y reflexiva. Gustaba de ideas nuevas y siempre estaba planificando y dejando labores. Nada de raro que antes de morir haya dejado algunas tareas por realizar.
Se nos fue una tarde de este mes de noviembre del 2014. Pero todos tenemos que irnos un día. Es decir, quien viene a esta vida debe asumir su muerte. En otras palabras, nacemos para morir. El tema es la muerte con sufrimiento físico. No hay vida cuando te acorralan los dolores del cuerpo. Mi hermana sufría y hoy descansa, porque era el momento de partir.
Ella encendió luces, golpeó puertas, la vieron caminar por algunos pasajes del lugar donde vivía. Es decir, se despidió de todos. Era la luz que comenzaba a apagarse.
Escrito Por Carlos Amador Marchant, el 21 de noviembre, en Valparaíso-Chile
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Entrega tu comentario con objetividad y respeto.