miércoles, 1 de noviembre de 2023

EL PRIMER PROFESOR

 




Escribe Carlos Amador Marchant


Los seres humanos que habitamos este planeta tenemos algo en común: eternizamos al profesor de escuela.

Pueden pasar mil cosas en el tráfago de horas, años; pueden mil cosas extrañas pasar por la cabeza, por el cuerpo, pero al profesor no le otorgamos olvido.

Suena como cosa cursi o aburrida. Similar a esas charlas a luz de tarde, por lo general de domingo. Pero no lo es.

Al contrario. El profesor de escuela primaria, será elegido (siempre) para quedar inmortalizado en cientos y miles de mentes formadas al tiempo.

Aquí no hay nada planificado. Todo es natural como cauce de río.

El profesor pudo ser perverso, pero se estampa como timbre en documento.

Cada uno de ellos tendrá diferentes nombres, como libros; y los formatos también serán distintos.

Rostros, como tapas de textos, expondrán opuestos colores.

Al mío lo siento desde su perfume hasta el inicial llanto. Percibo, al recordarlo, olor a pasillos de escuela, al cemento duro de sus salas, voces, gritos.

Hay olor a pan, incluso, a galletas, bebidas de época, sánguches de pescados, de esa pobreza digna del puerto.

Desde el formato de la madre hasta la primera imagen del maestro, comienzan a abrirse puertas de la ciudad. La ventana que nunca se abrió deja entrar el aire costero. Los barcos, las embarcaciones de distintos tamaños y tonelajes, abren espacios en la vorágine.

Pero ¿qué es el maestro? ¿Por qué un ser que no conozco es expuesto frente a mí para expresar temas inalcanzables?. Muchas preguntas saltaron desde mis ojos en esa primera mañana fría de ciudad.

Era la época en que aún no cogía entre mis manos libro alguno. Y, por consiguiente, autores nacionales y del mundo parecían lejanos.

Mi casa, enclavada en un puerto pobre, nunca tuvo libros en abundancia. Lo que más veía eran revistas de índoles distintas, diarios del día, matutinos, vespertinos.

Las telas, la moda en el buen vestir, se esparcían por las piezas. Mi padre era sastre. Las agujas, los hilos, estaban en todos lados.

Apretujado en este escaparate diviso por vez primera, entonces, al profesor.

Acostumbrado a escuchar historias contadas por el tarasí frente a la mesa-comedor, ahora veo a un hombre al lado del pizarrón que gesticula y habla. Todo me parecía extraño.

Entendí que la vida no estaba en casa, que existían cosas ocultas, que las calles, como el follaje, tenían extensiones hasta el mar.

Vi, desde ese momento, perros que ladraban, muchos autos, bicicletas, ruidos, discusiones en casas.

Descubrí eso y más al llegar a la escuela. Entonces, el profesor hablaba, hablaba, y los arrancapinos miraban con extrañeza. Las murallas del claustro tenían aromas diferentes, las gomas, los lápices, el bolsón me sabía a cuero inigualable.

Aunque sus rasgos eran asiáticos, el maestro entregaba perfecto castellano. En Iquique, en la década del sesenta del siglo veinte, se hacinaron descendientes chinos.

El primer día de clases lo recuerdo como si fuese hoy. Toda la sala, incluso el color, se transformó en escenografía estática y, por consiguiente, eterna.

Ya no supe si era yo o era el mundo el que se abría bajo mis pies. No sabía leer ni escribir y el maestro comenzaba a taladrar mentes con rayas, con signos ilegibles.

El pájaro de casa, el canario, el que cantaba detrás de la jaula, ya no estaba en mis ojos. Ahora era el profesor el que llenaba mañanas.

Habían aromas, muchas voces, gritos de liliputienses en el patio.

Pasaron los años y las imágenes fueron siempre quietas. Fueron diseñadas para que no se olvidasen.

La escuela donde puse mis pies se llamaba Domingo Santa María. ¿Recuerdan ese nombre?. Por cierto, fue Presidente de Chile casi al terminar el siglo diecinueve. Pero, la pregunta apunta al establecimiento educacional: allí se produjo una matanza de obreros del salitre en 1907. Nunca supe, en los años que ingresé al claustro, la cantidad de trabajadores avasallados. Los lamentos, la sangre, según la historia, fueron profusos: eran miles.

Es decir, caminé, estudié, sobre el sitio donde la sangre. El cemento tapó todo, el viento, el cauce, el desierto.

Al paso de muchos años me he puesto a meditar sobre sitios donde han ocurrido hechos trágicos que manchan el devenir del hombre. Incluso, he llegado a la conclusión, que los mismos, por respeto, no deben ser usados para otros quehaceres. La vida continúa, es verdad, pero el hombre debe aprender de sus errores. Llegan a mi mente, por ejemplo, El Estadio Nacional, el Palacio La Moneda. Ambos sitios, como si nada, han seguido su curso, su uso, como si la muerte, la tortura, sean cosas comunes. Donde hubo presos políticos torturados, donde el lamento se esparció ¿cómo es posible sigan haciendo eventos deportivos como si nada?. Donde destruyeron el respeto y mataron a un Presidente de la República: ¿cómo es posible sigan gobernando desde el año 1990, en el mismo lugar, como si nada?.

El profesor de escuela primaria fue el que me hizo abrir portones. No lo deletreé hasta después de mi juventud y navegando por mi vejez. Debe haber muerto, pero los seres humanos tenemos algo en común: recordamos al primero, como a Mr. Chips, ese profe inmortal del escritor británico, James Hilton, y que lanzara a los ojos humanos, a los que aman la lectura, nada menos y nada más, que en 1934.

El mar de Iquique es el mismo. Es probable que sus playas, que sus rocas, hayan dado origen a otras similares. Pero a la larga, su arena es la misma, los huiros, las piedras, las conchuelas.

La eternidad tiene que ver con el desdoblamiento de una vida. Yo estoy acá, escribiendo, pero al mismo tiempo me veo caminar con el maestro primario por pasillos de escuela. Y sé su nombre, sé su risa, sé su enojo. Y si bien no sabemos dónde está, en qué ciudad, en qué cementerio, lo observo vivo como antes, caminando como antes, con la tenida de antes, con la agilidad de antes.

Nunca le dije adiós a ese profesor. Me hice a la vida y seguí cauces distintos. Perdí la brújula, a veces, recorté ramas de árboles. Finalmente, entendí que toda la existencia, incluso la eternidad, está en el pasado, que todo está ahí, que sólo hay que remover, siempre que quieras, siempre que desees.

Muchos poetas, escritores, han descrito al primer profesor.

Yo lo hago de esta manera.

En un silencio, simplemente, que esparzo, en este día, que sigue siendo nublado.



Valparaíso, 1 de noviembre 2023.-

4 comentarios:

  1. Notable recuerdo. Dignifica al profesor, al hombre o mujer sencillos, dedicados 100% a su labor, verdadera vocación gracias a las escuelas normales, hoy extinguidas. Gracias por tan bella narrativa.

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"El mundo que hicimos, el mundo que queda por hacer, no tienen el mismo valor o significado. Se hilvanan distintos ojos. Pero la vida es una sola, conocida o no, y la acción de amarnos con chip reales, tendrá que ser prioridad de los nuevos tiempos."

Carlos Amador Marchant.-

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Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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