Escribe Carlos Amador Marchant
Los años pasan y son, a veces,
verdaderos terremotos. Tan rápido es el impacto que, al igual que
cuando se derrumban casas, torres, en el transcurso de décadas caen
paradigmas, nombres, avenidas, formas de caminar, de vestir.
En el norte de Chile, en la década
del setenta del siglo veinte, la imagen y voz de Andrés Sabella,
como referente poético, del conocimiento de la palabra, era la
efigie y el sabor de lo más granado. Todos querían (quisieron)
conocerlo en persona, en vocablo, palparlo. Todos desearon tener una
sílaba, una mínima sílaba del maestro, que significara elogio a un
libro, a una crónica. No faltarán, imagino, quienes guardan cual
tesoro, en sus archivos personales, aquellos álbumes de recortes
varios.
La imagen del poeta, tras veintiún
años en la capital, estudiando Derecho, haciendo bohemia con un sin
fin de escritores, era interesante. Podríamos decir una enciclopedia
viva. Regresó a su tierra natal (Antofagasta) y la hizo suya hasta
instalar el consabido “cuartel general” de todo su accionar
literario.
Una de las grandes derrotas humanas es
ver desaparecer a quien consideramos intocable, imperturbable y, por
consiguiente, inmortal en cuanto a carne, en cuanto a huesos. La
fragilidad de la existencia nos da esta lectura. Sabella, el poeta
del norte, el aclamado, muere, en cambio, en el baño del hotel Eben
Ezer, en Iquique. Era el año 1989. El fulminante ataque cardíaco no
le permitió continuar con su ciclo de charlas en el histórico
puerto. Tenía solo 76 años.
El poeta chileno (1912-89) había
comenzado a escribir a muy temprana edad.
Lo vi por última vez en 1983. Antes
ya nos habíamos contactado en 1979, ocasión de diálogos en su casa
de Uribe 666, sitio donde llegaban sus más cercanos. No era uno de
sus asiduos, pero mi visita obedeció a gentil invitación para
dialogar sobre poesía del norte y sus caminos en medio de esos
escarpados sitios. Yo tenía 24 años.
En varias ocasiones me hice presente
en conferencias del poeta nortino. En la ex Universidad de Chile de
Arica, por ejemplo, con Aula Magna repleta de estudiantes sentados en
el suelo, con libros y chaquetas enarboladas. Sabella, exponía
sin papeles ni nada en una mesa dispuesta en el escenario, sin
diapositivas ni películas como en los nuevos tiempos. Sabella,
hablaba de la historia de Chile. Y hablaba dos horas con la voz grave
y poderosa; y mantenía a un público en silencio, y gritaba a todos
los vientos que la historia mentía, que muchos libros mentían, que
había que ubicar minuciosamente la verdad en los textos, la verdad
de lo acontecido en la patria. Eran momentos oscuros en el país, y
los aplausos saltaban al aire como mínimos granos clandestinos.
Muchas veces la autenticidad en los
hombres se denota por la humildad de vida. Sabella, si bien apareció
en muchos medios de comunicación en el período más negro de
nuestra historia republicana, jamás los militares le otorgaron el
Premio Nacional de Literatura y, además, habiendo sido fundador de
la Carrera de Periodismo en la Universidad Católica del Norte de
Antofagasta, en 1967, la misma Casa de Estudios Superiores, en la
década del 80 lo exonera luego de haberle otorgado el reconocimiento
de Doctor Honoris Causa. Algo patético.
Adscrito a la generación del 38,
compartiendo la misma mesa con los escritores Francisco Coloane,
Gonzalo Drago, Volodia Teitelboim, Teófilo Cid, entre otros, surgen
ellos bajo pilares determinantes, cuando en el mundo acontecían
hechos que dejarían marcas profundas: el surgimiento en Chile del
Frente Popular, el tenebroso estallido de la Guerra Civil en España
(1936) y, por cierto, tres años después, la sangrienta Segunda
Guerra Mundial, en 1939.
Ayudante de la Cátedra de Derecho del
Trabajo por más de nueve años, Andrés Sabella no culmina su
carrera y se entrega de lleno a la literatura. En la capital de Chile
se mantiene 21 años y figuran entre sus íntimos tertulianos Pablo
Neruda, Oreste Plath, Diego Muñoz, Alberto Rojas Jiménez y “el
cadáver” Alberto Valdivia.
Al poeta me lo encuentro otra vez a
comienzos de 1983. Al culminar una charla en la Universidad de
Tarapacá, varios estudiantes le comentan que yo trabajaba en la
biblioteca en esa casa de estudios. Los jóvenes, a petición de él,
van a buscarme y se produce un encuentro grupal que culmina en abrazo
prolongado. Horas después nos conducen a un sitio de bohemia junto a
varios escritores jóvenes de Arica. Sabella se ofusca al ver que
todos quieren sacarle autógrafos y lo asfixian. Lanza un fuerte
garabato para que lo dejen tranquilo. La experiencia había sido
aniquiladora. Va al baño y a su regreso me hace sentar junto a él.
En el mismo sitio le piden hacer un dibujo en la pared y accede. El
impresionante dibujo de Sabella se pierde con
el tiempo. Dicho local se va a
la quiebra transformándose en
un prostíbulo de
mala muerte. El poeta se ve
nervioso y preocupado. Me narra hechos desagradables donde
involucra a uno de sus cercanos
en Antofagasta. Habla de robo de documentos y libros valiosos de su
propiedad. Estaba muy enojado. Sabella, perentorio
habla sobre mi futuro y no
tiene seguridad
si pasaré muros, alambrepúas. Me pide paciencia
y mucho cuidado con envidias,
mucho cuidado con depredadores del arte. Fue la última vez que lo vi
con vida.
Me transformé luego en un constante
peregrino. En las altas montañas al interior de Puerto Montt, me
entero de su fallecimiento.
Andrés Sabella, había publicado más
de una treintena de libros entre poesía, ensayos, novelas y cuentos.
Fue el poeta que siempre quise conocer en mi etapa de adolescente. Lo
postularon varias veces al
Premio Nacional de Literatura y nunca se lo dieron. De haber llegado
a traspasar la década de los 90 es probable lo hubiese logrado. Pero
su corazón no le dio esa oportunidad. Lo encontraron muerto en el
baño del hotel el 28 de agosto de 1989. Yo me hallaba en el fin del
mundo, en el fin del mundo, y en medio de un silencio radical.
Cuando viajo el año 2003 a
Antofagasta por invitación del desaparecido Eduardo “Pelao”
Díaz, habían pasado 14 años desde la muerte del vate. La ciudad,
el desierto, no los veo igual. Todo encuentro más desolado. Me
percato, eso sí, que hay calles, avenidas, escuelas, instituciones,
con su nombre. En ese puerto expongo junto a otro poeta creaciones
personales. Más tarde me conducen a la Casa de la Cultura, en la
calle Latorre. Dicen que allí hay un museo donde se conservan
algunas pertenencias de Sabella. Veo su cama diminuta y otros objetos
del poeta.
Me parece todo demasiado humilde. Es probable que el sitio donde se
exponen esas reliquias no sea el adecuado. Concordando en que dicha
humildad no tiene nada de reprochable, me atrevo a decir que Sabella
es más que ese espacio. Y aunque nadie me obligó a regresar a
Antofagasta, de alguna manera lo seguiré haciendo mientras me
encuentre vivo, porque allí no solo se estamparon los
inicios literarios, sino que Sabella me enseñó a seguir escribiendo
hasta que la vela, simplemente, deje de alumbrar.
1 de mayo de 2020
Muy interesante además porque tengo algunos escritos , cartas e postales de Andres Sabella para el Sonetista Homero Arce . Muchas gracias e excelente cronica.
ResponderEliminarAlejandra Arce.