Escribe Carlos Amador Marchant
El
señor que se desplaza por caminos de pueblo insignificante, perdido
en mapas jamás actualizados, no es sino otro ser extraviado en el
panal que involucra esta existencia.
Cada
uno de nosotros recrudecemos sin saber por qué a medida de años. O
tal vez lo sabemos, aunque nadie nos explica. Esta mezcolanza que
significa la vida, nos remite a ser nada más que autómatas.
Sentados en una mesa de café, o en un bar de ciudad pequeña, muchos son los
poetas y escritores que dialogan sobre este tema. Otros eluden la
conversación y prefieren reír a carcajadas nadando en un gran vaso
de vino. Entre una u otra escena, queda claro que el asunto se vuelve
estéril a medida nos percatamos de la prosaica e insignificante
capacidad frente al cosmos.
Conocí
en el norte de Chile, a un hombre alto y delgado con facha
misteriosa. Se dedicaba, entre otras cosas, a elucubrar escritos
basados en pensamientos muy particulares. Me citó a su casa en un
momento de juventud extrema en que las llamadas “búsquedas” son
tan intensas y odiosas que, incluso, hacen levantar a altas horas de
madrugada. Era la época en que me atrevía a fabricar contiendas
entre alumno y profesores de física. Era la época, sin más ni
menos, de la tontera absoluta.
Aquel
hombre de la facha misteriosa hacía gárgaras de sapiencia en cuanto
a temas sobre la creación del hombre. Su casa contribuía a aquel
arcano, los colores de las cortinas, y hasta la música que salía
desde algún recoveco. Si bien me interesaban respuestas concretas
sin rodeos, las mismas que jamás pude obtener por parte de
sacerdotes y filósofos, observaba que el delgado hombre me
llevaba por el sendero de las imágenes después del Big
Bang, pero no antes de este.
Mientras muchos jóvenes a la edad de
16 años se las ingeniaban para participar de fiestas, donde las más
conspicuas muchachas exponían bellezas frescas, algunos doctores se
ofuscaban recomendando mayor participación en lo mundano.
El norte de Chile con su inmensidad
del desierto, y la misma inmensidad de cielo estrellado por las
noches, a tres mil metros de altura, hacían que esas llamadas
“búsquedas” se transformaran en cosas apasionantes y
avasalladoras.
Zapahuira,
es un ejemplo; aquel sitio enclavado en el altiplano chileno, a 3.500
metros sobre el nivel del océano, y que en aimara (zapa jawira)
significa nada menos que “río solitario”, cercano a Putre,
entregaba (entrega), en sus noches, una inmensidad de estrellas a
punto de devorarte. Esta sensación de ser absorbido la percibí el
año 1994, cuando caminé por la noche en una oscuridad de lobo, pero
con todas las estrellas del universo sobre
tu lomo. Se trataba del último eclipse solar del siglo 20. Había
ido a reportear. Y
en el sitio se encontraban todos los científicos del mundo, con
todos los telescopios del mundo, con todas las carpas del mundo,
esperando ese evento que al final llegaría el 2 de noviembre de
1994. Sin embargo, más que interesarme el eclipse, me había
sometido el cielo estrellado y su silencio atronador. En otras
palabras, pensé por vez primera, que no estaba solo. Y
es probable haya sido la primera vez que me sentía acompañado. Pero
junto a esta peculiaridad también me acompañaba un temor
desconocido, o mejor dicho “un temor a lo desconocido”.
Entendí,
finalmente,
al
paso de muchos años, que esas
búsquedas odiosas de juventud, más las arrebatadas sapiencias del
hombre misterioso, no eran más que chifladuras de un tiempo. Porque
en el cielo estrellado de Zapahuiara había encontrado la respuesta.
Una respuesta que estaba dispuesta a responder a otras respuestas, en
las más de cien yardas de barro, pétreo,
que
nos corroe.
Escrito
el 13 de diciembre de 2018
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