Escribe Carlos Amador Marchant
Por
esas noticias que llegan temprano por la mañana o muy tarde en la
noche, y que hacen sobresaltar como cuando alguien ha muerto, me
comunican la demolición de un liceo en el norte de Chile. ¿Pero qué
tiene de significativo la demolición de un edificio, si en el
territorio, en el mundo, a cada segundo echan abajo cientos y miles
de edificaciones?. Mi respuesta es, simplemente “intimidad de
espacios que, a la larga, en lo físico, son, asesinados”. Egresé
de cuarto medio, en 1973, de ese establecimiento educacional.
La
recolección de datos respecto a lugares educativos de mi niñez y
adolescencia dicen que, en circunvolución o no, todos, sin
remediar, al paso de años, han sido derrumbados. La histórica
Escuela Santa María (Iquique-Chile), sitio de los primeros años de
contacto con profesores, cayó fulminada por crueles máquinas de
hierro el 2011. Creo que este sitio, con todas las explicaciones
dadas antes y después, pudo haber sido rescatado sin fines
políticos, sino más bien para enseñar que la barbarie humana
(masacre de obreros en 1907) no deberá repetirse dentro de nuestra
civilización. Pero ha sido todo lo contrario. Parece
quieren
tapar la historia con demoliciones. Ocurrió algo similar con el
liceo de hombres de la misma ciudad, pero muchos años antes, por
allá, muy lejos, en la década del 70.
En
el caso de esta demolición del liceo N.º
2 de Arica, motivo de esta crónica, es totalmente distinto. Acá se
trataba de un edificio sin grandes pretensiones arquitectónicas, y
que fue diseñado con el estilo improvisado de segunda mitad del
siglo 20, de lo que podríamos llamar “la cultura del desecho”.
En otras palabras, su demolición obedece al deplorable estado al
paso de los años, y a la necesidad urgente de mostrar una nueva cara
para la ciudad del siglo 21.
Pero
junto a esto está el otro rostro del tema, es decir, el asunto
romántico, y que, por lo general atañe a un gran número de seres
que vivió allí especiales momentos de adolescencia, muchos de
ellos, incluso, se casaron.
Entonces
es probable que, antes de un derrumbe emerjan un sin fin de
anécdotas, olores, amores a arbustos que siempre se mantuvieron
allí, murallas, rincones que se palparon, y hasta los pizarrones que
hicieron sonar la tiza del maestro cuando enseñaba matemáticas.
Por
lo general los recuerdos afloran con más fuerza cuando asoma la
adultez. No es así en los primeros años tras haber dejado el
establecimiento, donde lo único que se piensa es buscar una forma
digna de ganarse la vida o de ansiar ser “alguien” en esta
existencia donde, a fin de cuentas, terminamos siendo nada.
En
mi caso, al ver un vídeo de la demolición del edificio, se hizo
presente la nostalgia propia de quien pierde un pedazo de vida. Por
los pasillos de ese liceo miré el sol del norte, el sol de Azapa, el
sol de Lluta. La carretera Panamericana y el Río San José saludaron
siempre con sus brazos extendidos. Traje la zona Industrial de esa
ciudad que en la década del setenta del siglo veinte, era la imagen
distinta del desierto, era el aire cosmopolita.
Y
si bien mi acercamiento a la literatura se inició en distintos
sitios de Iquique, en las ventanas de este liceo ahora demolido,
donde crecían tímidos arbustos, me animé a escribir los primeros
poemas. Eran poemas de mentira. Copiaba textos de artistas famosos,
los fusionaba y daba origen a geniales y despiadadas obras para ser
mostradas a amores imaginarios. Estos pasillos traen a muchas
liceanas de risas limpias, ágiles, donde la vida salpicaba como
líquido de cataratas.
Esos
poemas de mentira dieron origen a incipientes escritos verdaderos.
Aquí nacieron los primeros cuadernos con versos escritos a lapicera
azul. Los cuadernos pobres, de hojas verdes, se llenaron.
Entonces
el liceo, este liceo que ya no existe en su estructura, esconde
muchas
de mis palabras iniciales. Están
escondidas debajo de los pupitres, entre muebles que dejaron de
existir junto a las salas. Esas palabras iniciales van de la mano con
mi arquitectura delgada, y se esfuman como fantasmas en medio de
ojos.
No
cabe dudas que alguien,
algún
día que no figura en calendarios de papeles,
las hallará entre
esos
nuevos pabellones, en los nuevos y elegantes pabellones, cuando yo
haya volado, ciego como refugiado,
a otros mundos desconocidos, buscando otro liceo tal vez, parecido a
este.
8 de agosto de 2019, Valparaíso.-
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