Escribe Carlos Amador Marchant
La imagen difusa o, la figura de la nada, vienen
siendo acepciones acertadas respecto a pueblos que se levantaron sobre el
desierto en inicio y término de la explotación del salitre en territorio
chileno. Sin embargo, ser comparados con “espejismos”, como lo estipula el
escritor Hernán Rivera Letelier, experto en narraciones de esta índole, nos
acerca, por cierto, más profundamente a lo que significa, en términos globales,
esta existencia en la cual todos nos hallamos enclaustrados.
Entre finales del siglo diecinueve y comienzos del
veinte, cantidad impresionante de seres vivieron, trabajaron, lo pasaron mal, en
esos sitios. Era -lo saben bien quienes manejan la historia sobre aquellos
peladeros donde nada crece- un infierno, amén de heroicos hombres que lograron
contrastar esa realidad o espejismo.
En ese mismo período, tras la Guerra del Pacífico,
Chile anexa a su mapa las regiones de Tarapacá y Antofagasta, donde rugen entre
el inclemente sol una cantidad superior a doscientas oficinas de extracción del
mineral. Estas mismas lograron funcionar en plenitud hasta los años 30 y 35 del
siglo 20. Quienes gustamos de la literatura del desierto hemos sufrido, hemos
reído y hasta quedamos con la mirada fija en la lejanía con las historias de
Rivera Letelier.
En “Mi nombre es Malarrosa”, (2017), el escritor
chileno nacido en Talca, pero criado en el desierto, a extremo que perpetuó su
vida en la ciudad de Antofagasta, nos desgarramos con el sufrimiento de una
niña transformada en estatua viva, es decir, alguien que lo vivió todo a edad
temprana y quien, por consiguiente, aborrece lagrimacer.
Pueblos fantasmas o pueblos espejismos, o seres
espejismos. Etapas en que las oficinas salitreras comienzan a perecer. He aquí
la depresión. Y las oficinas cierran. ¿Qué significa este cierre?. Simplemente,
el abandono sorpresivo de sus habitantes, de los trabajadores, la cesantía, la
abrupta cesantía, el éxodo repentino. Entonces cantinas, prostíbulos, el retén
policial, la miserable posta de auxilios, por nombrar algo, son abandonados. Y
he aquí que la palabra “espejismo” recobra exactitud. A diferencia de una
selva, donde la vegetación logra, a la larga, someter todo lo construido a intemperie,
el desierto, con el cierre de una salitrera, recobra la beligerante “nada”. El
desierto es la nada, y es posible quienes habitaron esos sitios, sean lo mismo.
Malarrosa vive eso y mucho más a una edad que no
alcanza los catorce años. Desde la matanza de obreros de San Gregorio, donde su
padre, borracho y jugador empedernido, queda cojitranco de por vida, pasando
por muertes en cantinas y prostíbulos adonde era llevada por su progenitor, más
una serie de anecdotarios del desierto donde no están ajenas las peleas a mano
limpia y a pampa descubierta, la sangre, por consiguiente, que salta, y la
sangre que cae a la tierra seca, es escenario constante.
La novela plasma la aspereza existencial y el
desierto es la parte fundamental de lo escabroso. Malarrosa, nombre adoptado
después de aquellas experiencias constantes de comienzos del siglo veinte,
donde funcionarios de registro civil, alardeando sorderas propias de la
burocracia, ponían el nombre de antojo aunque fuesen garabatos, es la imagen
del sufrimiento agazapado. Aquella niña que, a la larga, se transforma en
prostituta, es la dureza que se une al placer o, en otras palabras, la roca, la
pétrea, es la vida que no es vida y que, en el fondo, se transforma en
recopilación constante de atrofias entregadas por su progenitor.
Si bien en la novela cobran interés personajes que
tienen que ver con la azarosa existencia del desierto: jugadores, boxeadores a
pampa descubierta, prostíbulos, malandrines, entre otros, es la (las) oficina
salitrera en su esencia la que se encumbra junto a sus habitantes “fantasmas”, dándonos
pinceladas no solo de filosofía pura, sino de la historia que fabrican los
humanos como parte de una existencia de purgatorio.
Rivera Letelier, trata de mostrarnos la desolación,
el desamparo y el término del poder salitrero, y lo logra.
Vemos circular a los personajes, vemos pasar al
espejismo, lo notamos, son ellos, al paso de décadas, observamos a cada uno incrustados
en las piedras, bajo tierra, confundidos con el silencio. Al boxeador Oliverio
Trébol, a Saladino Robles, el padre borracho y jugador empedernido de Malarrosa
o Malvarrosa, Amable Marcelino, el mayor jugador de la pampa y quien tenía seis
dedos, don Uldorico, el dueño de la única funeraria del pueblo, entre otros,
todos, van de la mano por el desierto, los veo al paso de medio siglo, van bufando
la decadencia, la desgracia, la pena de vivir en la pampa, en la muerte misma,
en la hoguera del diablo.
Es verdad que cada vez que leo a Hernán Rivera
Letelier, siempre suelo meterme en el texto como quien se introduce en una casa
abandonada, como quien baja de una micro antigua y se deja caer en el desierto,
en la pampa. Es decir, el autor tiene la capacidad de hacernos participar de
aquellas terribles aventuras, en medio de esas desarraigadas vidas.
Malarrosa, al mismo tiempo, es la imagen del
sufrimiento, o tal vez, el fantasma que brama. Es ella, no cabe duda, la que
nos permite indagar y abrir la puerta de la vida como cruel designio. Entonces,
no es sorpresa verla transformada en prostituta tras el asesinato de su padre. Viene
siendo como la decisión de un espejo que hace tiempo se exhibía trizado, cuando
Yungay desaparece del mapa como desaparecen los hombres, y ella camina por caminos
que no siempre sabemos si son reales o ficticios.
El desierto es vacío, y la existencia dentro de él
también lo es. La sequedad está relacionada con las vidas que caen a su
estómago. Los muertos en esta sequedad, los que protagonizaron una y mil aventuras,
parecen enmudecer frente a esa inmensidad. Es que al final aquí no hay nada.
Malarrosa, no sé si está en Antofagasta o ha retornado a Yungay. No sé si es
parte de este libro o más bien camina en ese espejismo auscultado por Hernán
Rivera Letelier. Lo concreto es que exista o no, dan ganas de conocerla como
protagonista de una narración que agarra y nos deja.
13 de enero de 2021.-
Comparto eso de que el leer a Rivera es como adentrarse en una casa abandonada, en una mansión abandonada, llena de crujidos y animas que le acompañan a uno. Buena imagen felicitaciones
ResponderEliminarGracias, Alejandro.
Eliminar