miércoles, 13 de enero de 2021

MALARROSA O LA FIGURA DE PIEDRA EN EL DESIERTO

 

 



Escribe Carlos Amador Marchant

La imagen difusa o, la figura de la nada, vienen siendo acepciones acertadas respecto a pueblos que se levantaron sobre el desierto en inicio y término de la explotación del salitre en territorio chileno. Sin embargo, ser comparados con “espejismos”, como lo estipula el escritor Hernán Rivera Letelier, experto en narraciones de esta índole, nos acerca, por cierto, más profundamente a lo que significa, en términos globales, esta existencia en la cual todos nos hallamos enclaustrados.

Entre finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte, cantidad impresionante de seres vivieron, trabajaron, lo pasaron mal, en esos sitios. Era -lo saben bien quienes manejan la historia sobre aquellos peladeros donde nada crece- un infierno, amén de heroicos hombres que lograron contrastar esa realidad o espejismo.

En ese mismo período, tras la Guerra del Pacífico, Chile anexa a su mapa las regiones de Tarapacá y Antofagasta, donde rugen entre el inclemente sol una cantidad superior a doscientas oficinas de extracción del mineral. Estas mismas lograron funcionar en plenitud hasta los años 30 y 35 del siglo 20. Quienes gustamos de la literatura del desierto hemos sufrido, hemos reído y hasta quedamos con la mirada fija en la lejanía con las historias de Rivera Letelier.

En “Mi nombre es Malarrosa”, (2017), el escritor chileno nacido en Talca, pero criado en el desierto, a extremo que perpetuó su vida en la ciudad de Antofagasta, nos desgarramos con el sufrimiento de una niña transformada en estatua viva, es decir, alguien que lo vivió todo a edad temprana y quien, por consiguiente, aborrece lagrimacer.

Pueblos fantasmas o pueblos espejismos, o seres espejismos. Etapas en que las oficinas salitreras comienzan a perecer. He aquí la depresión. Y las oficinas cierran. ¿Qué significa este cierre?. Simplemente, el abandono sorpresivo de sus habitantes, de los trabajadores, la cesantía, la abrupta cesantía, el éxodo repentino. Entonces cantinas, prostíbulos, el retén policial, la miserable posta de auxilios, por nombrar algo, son abandonados. Y he aquí que la palabra “espejismo” recobra exactitud. A diferencia de una selva, donde la vegetación logra, a la larga, someter todo lo construido a intemperie, el desierto, con el cierre de una salitrera, recobra la beligerante “nada”. El desierto es la nada, y es posible quienes habitaron esos sitios, sean lo mismo.

Malarrosa vive eso y mucho más a una edad que no alcanza los catorce años. Desde la matanza de obreros de San Gregorio, donde su padre, borracho y jugador empedernido, queda cojitranco de por vida, pasando por muertes en cantinas y prostíbulos adonde era llevada por su progenitor, más una serie de anecdotarios del desierto donde no están ajenas las peleas a mano limpia y a pampa descubierta, la sangre, por consiguiente, que salta, y la sangre que cae a la tierra seca, es escenario constante.

La novela plasma la aspereza existencial y el desierto es la parte fundamental de lo escabroso. Malarrosa, nombre adoptado después de aquellas experiencias constantes de comienzos del siglo veinte, donde funcionarios de registro civil, alardeando sorderas propias de la burocracia, ponían el nombre de antojo aunque fuesen garabatos, es la imagen del sufrimiento agazapado. Aquella niña que, a la larga, se transforma en prostituta, es la dureza que se une al placer o, en otras palabras, la roca, la pétrea, es la vida que no es vida y que, en el fondo, se transforma en recopilación constante de atrofias entregadas por su progenitor.

Si bien en la novela cobran interés personajes que tienen que ver con la azarosa existencia del desierto: jugadores, boxeadores a pampa descubierta, prostíbulos, malandrines, entre otros, es la (las) oficina salitrera en su esencia la que se encumbra junto a sus habitantes “fantasmas”, dándonos pinceladas no solo de filosofía pura, sino de la historia que fabrican los humanos como parte de una existencia de purgatorio.

Rivera Letelier, trata de mostrarnos la desolación, el desamparo y el término del poder salitrero, y lo logra.

Vemos circular a los personajes, vemos pasar al espejismo, lo notamos, son ellos, al paso de décadas, observamos a cada uno incrustados en las piedras, bajo tierra, confundidos con el silencio. Al boxeador Oliverio Trébol, a Saladino Robles, el padre borracho y jugador empedernido de Malarrosa o Malvarrosa, Amable Marcelino, el mayor jugador de la pampa y quien tenía seis dedos, don Uldorico, el dueño de la única funeraria del pueblo, entre otros, todos, van de la mano por el desierto, los veo al paso de medio siglo, van bufando la decadencia, la desgracia, la pena de vivir en la pampa, en la muerte misma, en la hoguera del diablo.

Es verdad que cada vez que leo a Hernán Rivera Letelier, siempre suelo meterme en el texto como quien se introduce en una casa abandonada, como quien baja de una micro antigua y se deja caer en el desierto, en la pampa. Es decir, el autor tiene la capacidad de hacernos participar de aquellas terribles aventuras, en medio de esas desarraigadas vidas.

Malarrosa, al mismo tiempo, es la imagen del sufrimiento, o tal vez, el fantasma que brama. Es ella, no cabe duda, la que nos permite indagar y abrir la puerta de la vida como cruel designio. Entonces, no es sorpresa verla transformada en prostituta tras el asesinato de su padre. Viene siendo como la decisión de un espejo que hace tiempo se exhibía trizado, cuando Yungay desaparece del mapa como desaparecen los hombres, y ella camina por caminos que no siempre sabemos si son reales o ficticios.  

El desierto es vacío, y la existencia dentro de él también lo es. La sequedad está relacionada con las vidas que caen a su estómago. Los muertos en esta sequedad, los que protagonizaron una y mil aventuras, parecen enmudecer frente a esa inmensidad. Es que al final aquí no hay nada. Malarrosa, no sé si está en Antofagasta o ha retornado a Yungay. No sé si es parte de este libro o más bien camina en ese espejismo auscultado por Hernán Rivera Letelier. Lo concreto es que exista o no, dan ganas de conocerla como protagonista de una narración que agarra y nos deja.


13 de enero de 2021.-

2 comentarios:

  1. Comparto eso de que el leer a Rivera es como adentrarse en una casa abandonada, en una mansión abandonada, llena de crujidos y animas que le acompañan a uno. Buena imagen felicitaciones

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Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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