miércoles, 18 de noviembre de 2020

MICROESTADIO GOLPEADO POR EL MAR

 

 


(Luisa Ayala: acuarela)

 

Escribe Carlos Amador Marchant

Para mucha gente un domingo suele ser un día muy aburrido. Lo han dejado así establecido, porque es el momento en que la familia descansa, se queda en casa o, sencillamente, debido a que la ciudad que, en horas anteriores rebosó de sonidos y gritos, ahora se queda callada e interpone silencios como la más singular escena del desierto chileno.

En este caso, lo he utilizado para adentrarme en la observación de vídeos antiguos, muy antiguos, de mi ciudad de origen. Los encontré buscando por acá y allá hasta hallarme perdido, absoluto, en arenas pisoteadas y pétreas. Cincuenta años atrás es un tiempo amplio, sin duda. Momento en que recapacito para volver a pensar en cosas nunca ejecutadas. Me pregunto si es esta la esencia humana, o la forma prosaica de buscar entretenimientos. Y es que todo está hecho de aciertos y errores. En la medida de todas las cosas, una historia particular de vida se va formando. Es decir, cada ser arrastra esa especie de novela larga o corta que narrará un día en plazas, en cuartos solitarios, a descendientes, amigos, vecinos.

Este domingo me ha permitido observar calles que ya no existen. Ver que Iquique tiene casas muy cerca del mar, que siempre las tuvo y que, lo más increíble, usó la madera para fabricar paredes donde el habitante trataba de separar el océano con la tierra. Y lo hacía sin disimulo, sin demostrar temor alguno a ese monstruo temido. He visto en estos vídeos que el océano frente a aquella ciudad es bravío, que azota con ruido ensordecedor. Relaciono estas filmaciones con mi niñez, y recuerdo el sonido de olas por las noches. Eran horas oscuras alumbradas con luz tenue de época. Y sentía al mar. Eran noches frías, húmedas, oscuras, y el agua como sonido de fondo. Pero nunca dimensioné la cercanía de esta con las construcciones. Los vídeos han permitido darme cuenta por qué la herrumbre se apoderaba rápido de las casas.

Eran, en consecuencia, casas tristes, desoladas. El óxido parecía darles una imagen demasiado triste. Pero era el mar cercano el que rondaba por mañanas, por noches. Era el océano que acariciaba a esos habitantes inocentes; era el monstruo que trataba por todos los medios de parecer dócil frente a tantos diminutos seres.

Este domingo y estos vídeos han permitido recordar, sacar del saco historias que estaban muy ocultas. Entre estas rescato una que, por ser singular y mantener una estrecha cercanía con el mar, irrumpe hasta hacer vivo un sitio al que llamaron “microestadio.”

Se trata de un lugar anclado, y que llevo como pedazo de guaipe en manos de mecánico.

En la década del sesenta del siglo veinte, el microestadio se ubicaba casi a orilla de mar. En medio del desierto, teniendo al frente la gran montaña de la Costa, la misma que acorraló entre acantilados secos a muchos puertos desaparecidos del mapa, siempre me pregunté cómo y por qué lo construyeron allí. Existiendo tantos otros sitios, mi pregunta siempre fue la misma.

El microestadio exponía canchas de fútbol y basquetbol. La primera era de tierra y esta, como cosa curiosa, parecía mojarse con la transpiración de tantos jugadores. Aunque el mar estaba cerca, el calor era asfixiante. La puerta principal del sitio la resguardaba un hombre, y quienes ingresaban debían solicitar permiso con semanas anticipadas. Se realizaron muchos campeonatos de barrios. Entre el sol quemante todos ondeaban camisetas de distintos colores.

Pero llegado el invierno, aunque en Iquique nunca llovía, la estación arremetía con cambios de oleajes en el océano. Eran olas incesantes que chocaban con las rocas, y la espuma se transformaba en temeraria. La muralla de madera que separaba el microestadio del mar fue cediendo a las olas, y vi en una escena triste y desgarradora, saltar estas con brazos aniquiladores. El primer arco, donde muchos goles fueron vitoreados por la concurrencia, se fue humedeciendo hasta formar pozas. Y los maderos de la muralla se agrietaron. Los más pequeños, quienes nunca tuvieron posibilidad de ingresar al recinto, lo lograron haciéndose espacios por las rocas de la playa.

En Iquique no llovía, pero el invierno se hacía notar por el cielo nublado y el frío de las noches. El microestadio fue cayendo, poco a poco, entre la fiereza del océano. Y mientras más entraba el agua, los jugadores fueron desapareciendo entre  silencios de tardes. Lo recuerdo, lo relaciono cuando veo estos vídeos, y todo lo que me viene de este sitio es una relación con sueños de mar, donde veo a mi ciudad natal tapada por el océano en un descomunal avance de olas furiosas.

Es posible que las visiones de niñez se impregnen y den una imagen más amplia de lo que puede venir o no. Lo cierto es que los domingos son tristes, pero me hicieron acercar a este microestadio que no quiso nadar en el tiempo, que se quedó con sus arcos carcomidos y una inicua sensación de frialdad del desierto.

Los iquiqueños de la primera mitad del siglo veinte lo construyeron sin temerle al océano, con palas, picotas, pensando en lo solaz del ambiente. Pero olvidaron la paciencia oceánica, los arrebatos del mar, el vocablo de este monstruo que despierta en las noches y duerme, simplemente, cuando se lo propone.

 

18 de noviembre de 2020

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"El mundo que hicimos, el mundo que queda por hacer, no tienen el mismo valor o significado. Se hilvanan distintos ojos. Pero la vida es una sola, conocida o no, y la acción de amarnos con chip reales, tendrá que ser prioridad de los nuevos tiempos."

Carlos Amador Marchant.-

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El antiguo muelle de Iquique-Chile.

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Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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