(Luisa Ayala: acuarela)
Escribe Carlos Amador Marchant
Para mucha gente un domingo suele ser un día muy
aburrido. Lo han dejado así establecido, porque es el momento en que la familia
descansa, se queda en casa o, sencillamente, debido a que la ciudad que, en
horas anteriores rebosó de sonidos y gritos, ahora se queda callada e interpone
silencios como la más singular escena del desierto chileno.
En este caso, lo he utilizado para adentrarme en la
observación de vídeos antiguos, muy antiguos, de mi ciudad de origen. Los
encontré buscando por acá y allá hasta hallarme perdido, absoluto, en arenas pisoteadas
y pétreas. Cincuenta años atrás es un tiempo amplio, sin duda. Momento en que
recapacito para volver a pensar en cosas nunca ejecutadas. Me pregunto si es
esta la esencia humana, o la forma prosaica de buscar entretenimientos. Y es
que todo está hecho de aciertos y errores. En la medida de todas las cosas, una
historia particular de vida se va formando. Es decir, cada ser arrastra esa
especie de novela larga o corta que narrará un día en plazas, en cuartos solitarios,
a descendientes, amigos, vecinos.
Este domingo me ha permitido observar calles que ya
no existen. Ver que Iquique tiene casas muy cerca del mar, que siempre las tuvo
y que, lo más increíble, usó la madera para fabricar paredes donde el habitante
trataba de separar el océano con la tierra. Y lo hacía sin disimulo, sin
demostrar temor alguno a ese monstruo temido. He visto en estos vídeos que el océano
frente a aquella ciudad es bravío, que azota con ruido ensordecedor. Relaciono
estas filmaciones con mi niñez, y recuerdo el sonido de olas por las noches.
Eran horas oscuras alumbradas con luz tenue de época. Y sentía al mar. Eran
noches frías, húmedas, oscuras, y el agua como sonido de fondo. Pero nunca
dimensioné la cercanía de esta con las construcciones. Los vídeos han permitido
darme cuenta por qué la herrumbre se apoderaba rápido de las casas.
Eran, en consecuencia, casas tristes, desoladas. El
óxido parecía darles una imagen demasiado triste. Pero era el mar cercano el
que rondaba por mañanas, por noches. Era el océano que acariciaba a esos
habitantes inocentes; era el monstruo que trataba por todos los medios de
parecer dócil frente a tantos diminutos seres.
Este domingo y estos vídeos han permitido recordar,
sacar del saco historias que estaban muy ocultas. Entre estas rescato una que, por
ser singular y mantener una estrecha cercanía con el mar, irrumpe hasta hacer
vivo un sitio al que llamaron “microestadio.”
Se trata de un lugar anclado, y que llevo como
pedazo de guaipe en manos de mecánico.
En la década del sesenta del siglo veinte, el microestadio
se ubicaba casi a orilla de mar. En medio del desierto, teniendo al frente la
gran montaña de la Costa, la misma que acorraló entre acantilados secos a
muchos puertos desaparecidos del mapa, siempre me pregunté cómo y por qué lo construyeron
allí. Existiendo tantos otros sitios, mi pregunta siempre fue la misma.
El microestadio exponía canchas de fútbol y basquetbol.
La primera era de tierra y esta, como cosa curiosa, parecía mojarse con la
transpiración de tantos jugadores. Aunque el mar estaba cerca, el calor era
asfixiante. La puerta principal del sitio la resguardaba un hombre, y quienes
ingresaban debían solicitar permiso con semanas anticipadas. Se realizaron muchos
campeonatos de barrios. Entre el sol quemante todos ondeaban camisetas de
distintos colores.
Pero llegado el invierno, aunque en Iquique nunca
llovía, la estación arremetía con cambios de oleajes en el océano. Eran olas
incesantes que chocaban con las rocas, y la espuma se transformaba en
temeraria. La muralla de madera que separaba el microestadio del mar fue
cediendo a las olas, y vi en una escena triste y desgarradora, saltar estas con
brazos aniquiladores. El primer arco, donde muchos goles fueron vitoreados por
la concurrencia, se fue humedeciendo hasta formar pozas. Y los maderos de la
muralla se agrietaron. Los más pequeños, quienes nunca tuvieron posibilidad de ingresar
al recinto, lo lograron haciéndose espacios por las rocas de la playa.
En Iquique no llovía, pero el invierno se hacía
notar por el cielo nublado y el frío de las noches. El microestadio fue
cayendo, poco a poco, entre la fiereza del océano. Y mientras más entraba el
agua, los jugadores fueron desapareciendo entre silencios de tardes. Lo recuerdo, lo relaciono
cuando veo estos vídeos, y todo lo que me viene de este sitio es una relación
con sueños de mar, donde veo a mi ciudad natal tapada por el océano en un
descomunal avance de olas furiosas.
Es posible que las visiones de niñez se impregnen y
den una imagen más amplia de lo que puede venir o no. Lo cierto es que los
domingos son tristes, pero me hicieron acercar a este microestadio que no quiso
nadar en el tiempo, que se quedó con sus arcos carcomidos y una inicua
sensación de frialdad del desierto.
Los iquiqueños de la primera mitad del siglo veinte
lo construyeron sin temerle al océano, con palas, picotas, pensando en lo solaz
del ambiente. Pero olvidaron la paciencia oceánica, los arrebatos del mar, el
vocablo de este monstruo que despierta en las noches y duerme, simplemente,
cuando se lo propone.
18 de noviembre de 2020
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