En
las dictaduras no se vota. Es decir, no se delibera. Las
determinaciones, por cierto, son tomadas a puertas cerradas. Se
consideran, en consecuencia, mandatos.
Cuando
se da oportunidad de votar a la población y esta emite sufragios,
se subentiende se le está otorgando participación en los destinos
de la nación, es decir, el pueblo elige a sus representantes para
que estos, merced de los poderes entregados, recojan las demandas
para un mejor engranaje de este vehículo llamado nación. Acogidas
de buena forma y puestas en prácticas con equidad, este “vehículo”
se desplazará sin posibilidad de quedar botado en plena carretera.
Estamos hablando aquí, entonces, de una verdadera democracia.
Por
el contrario, cuando el pueblo vota y elige a sus representantes y estos, a segundos de ser elegidos, dan la espalda a sus electores
propiciando un trabajo de puertas cerradas, simplemente estamos
hablando de una “democracia disfrazada”. Esto último es lo que
ha estado ocurriendo en los 26 años posteriores a la dictadura
militar de 1973-89, en Chile.
Los
acontecimientos diversos desde el 90 hasta nuestros días y que
culminan con el desencanto de la ciudadanía hacia los políticos y
sus castas, son de público saber. Lo real acá, lo irreversible,
es el conocimiento del global de la población en cuanto a los abusos
constantes de sus gobernantes.
Exponiendo
estos antecedentes, la pregunta que surge es: ¿qué se logra
votando? ¿estamos en una dictadura disfrazada?. Ambas preguntas no
son tan difíciles de responder, más aun si sabemos que los partidos
con cierta historia social y de trabajadores, están alineados desde
hace mucho con la derecha pinochetista y la derecha económica.
Lo
peor de este escenario es que no existe ninguna voluntad política
por cambiar el desastroso rostro de Chile. Se acrecientan los
problemas de salud, educación, sueldos miserables, jubilaciones,
unidos a los miles y miles de contratos honorarios propugnados por el
Estado y que no son otra cosa que contratos fraudulentos.
Frente
al descontento, que debiera ser tratado con acciones civilizadas, con
diálogos certeros y con voluntad de cambios, observamos por el
contrario una sorprendente y escalofriante cantidad de carros
blindados represivos en las calles, lo que da a entender que se sigue
gastando dinero en reprimir a la población en vez de favorecerla
para un mejor desempeño laboral que vaya en franco beneficio de la
nación.
Después
de varias semanas de paro generalizado a lo largo del territorio
nacional donde los trabajadores nuevamente no fueron escuchados,
vemos con estupor la violenta iniciativa de instalar vidrios en las
graderías del parlamento, que no hace más que confirmar lo que
expresamos al inicio, es decir, no buscar ninguna solución al
problema, sino más bien tratar de apagar con bencina el incendio,
como el enrejado de casas para protegerse de delincuentes.
Sin
embargo, salvo honrosas excepciones aún hay quienes luchan por
verdaderas reivindicaciones. A estos se les ven escasamente en
medios informativos oficialistas. Además, deben protegerse de
constantes agresiones provenientes del poder gobernante. Deben
protegerse del vilipendio, de injurias constantes, de enlodamiento de imagen, herramienta esta última usada frecuentemente por
la derecha y sus aliados con buenos resultados mediáticos.
Escrito por Carlos Amador Marchant, en 17 de noviembre de 2016, en Valparaíso.-
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