escribe Carlos Amador Marchant
Me
ocurren cosas con los zapatos. La vi a ella, sin conocerla, en la
calle, correr con cinco centímetros bajo su pie. Me ocurren cosas
extrañas con estos zapatos. Me ocurren cosas extrañas con la
anatomía de la mujer. Hace frío, mucho frío, y ellas con faldas
cortas, por ejemplo. Aunque ¡excitante para los ojos!, nunca falta
el necio que piense muy para adentro: ¿no estará muerta de
frío?.
Son bellas dijo un transeúnte, y hacen cosas que los
hombres no pueden: son minuciosas, organizadas, son detallistas.
La
mujer puede correr con tacones de cinco centímetros y no se cae. La
mujer mira desde un balcón y parece iluminar el edificio. Están en
todas partes, desde muy temprano, en las ferias, en las grandes
tiendas, en oficinas, caminan por la playa, trotan, hacen ejercicios,
y lo mejor, iluminan con sus ojos cada espacio de esta tierra.
Edwards
Bello (nuestro Premio Nacional de Literatura) las prefería toscas,
de piernas más bien gordas, de traseros protuberantes, más bien de
pueblo. Otros gustan de hembras sofisticadas, que huelan a perfumes,
a cremas, que su rostro ilumine con coloretes, y ojalá altas y
huesudas.
Al margen que en los nuevos tiempos ellas han ocupado
espacios que antes usurpaba el hombre, al margen de un chef o de un
gran gourmet, las mujeres al entrar a la cocina y ponerse un
delantal, parecen adueñarse de los espacios, de las paredes, y dan
el sello irremplazable de calor y familia.
La mujer tiene el
rostro de la tierra y su fecundidad, pero al mismo tiempo busca amar
y que la correspondan. No aceptan no ser amadas y a la inversa, no
soportan no amar a quien tienen a su lado. Son miles y miles de
poetas y narradores que han dedicado letras y más letras al tema de
la mujer. Es posible que en “Madame Bovary” de Gustave Flaubert
(1857), se enmarque en mejor forma lo antes dicho.
Desde niño
siempre imaginé en sueños a la mujer transitando por orillas de
playa, vestida de atuendos vaporosos frente al viento marino. Eran
sueños repetidos e interminables. En 1971 fue el año en que por vez
primera tuve sentada a mi lado a una fémina. Ocurrió en un liceo
mixto del norte de Chile. En la ocasión pude mirar sus ojos de
cerca, las gesticulaciones, los labios, sus dientes. Supe de sus
gritos enmarañados en tardes calurosas. Antes, participando de un
viaje de fin de año en un liceo sólo de varones, nos trasladamos a
las costas de Chanavallita, frente al desierto, y tuve otra visión.
El sitio era hermoso y solitario, donde sólo las gaviotas y el
viento del océano nos entregaban una sensación de paraíso.
Los
estudiantes habían instalado carpas a orillas de playa. Más allá
cajones repletos de bebidas y mucho comestible. Más al fondo varios
neumáticos para hacer fogatas en la noche, en esa noche calurosa del
desierto. Casi al atardecer, en esa hermosa bahía con una sola casa
en la costa (ahora transformada en caleta de pescadores), vi asomarse
al balcón de la vivienda una figura femenina. El sol desvaneciéndose
le daba un aspecto casi celestial. Yo la miraba de lejos, desde los
arenales, mientras su cabello se movía con el viento costero. Es
probable que los otros muchachos no se fijaran en ella. Esa visión
me volvía a aletear sin ser ahora un sueño. Efraín Barquero, otro
poeta Premio Nacional de Literatura chileno dice: “Me recuerdo
corriendo por la orilla del mar: ando explorando grutas y
persiguiendo los pájaros. De repente me asomo a una playa solitaria,
donde hay una blanca bandada detenida: son gaviotas nuevas, me digo,
las más hermosas que he visto. Y cuando corro hacia ellas para que
emprendan el vuelo, no pueden volar: es el cuerpo de una joven
dormida”.
De tantos circos que llegaban al norte, muchos de
éstos provenientes del extranjero y que al final por la escasez de
dinero en esas zonas terminaban en banca rota, me queda otra visión
extraña. Asiduo a estas carpas me atraían misterios impenetrables
de todos los personajes que actuaban. No tenía más de trece años y
me acercaba a esos inmensos armatostes de colores. Veía circular a
los payasos, a las contorsionistas, trapecistas. Y cosa curiosa, me
gustaba sobremanera la orquesta del circo. Es probable que no fueran
eximios músicos, pero sus trompetas y las cajas de percusión, me
provocaban una alegría sin límites. Por esos años no tenía dinero
para ingresar a ver el espectáculo. Por consiguiente, me paraba
largas horas en el frontis de éste, en medio de esas rejas de fierro
de la entrada. Una noche fría vi salir a una muchacha rubia. Era
hermosa. Se paraba en uno de los costados de la reja. Debe haber sido
hija de una contorsionista, me dije. Su piel blanca en medio de las
luces le daban silueta de ángel. Todos esos circos se instalaban a
unos metros del mar, y ese olor de la noche marina, unida al rostro
de la adolescente, parecían electrizar el entorno. Cinco noches
estuve en el mismo lugar y cinco noches la muchacha angelical se
paraba ahí, en el mismo sitio. Ignoro si se daba cuenta de mi
observancia, pero no deja de ser curioso recordar estas
coincidencias. De nuevo estos sueños con la mujer que aún no
tocaba, que sólo observaba de lejos, se repetía. Un día fui al
lugar para verla de nuevo. El circo se había ido y el espacio donde
ella aparecía por las noches, se transformó en peladero de tierra y
de piedras.
La mujer tiene cosas que el hombre, por cierto, no
tiene. Junto a ella está la ingravidez, la ruptura del misterio para
encontrarse con la belleza definitiva.
Hay hombres que odian el
envejecimiento de éstas. Mi sincrónica visión respecto a este tema
me obliga a decir, pero sin odio, que las mujeres no deberían pasar
por este proceso. Me atrevo a expresar que las prefiero eternas.
“Envejezcamos nosotros, mierda, ellas no”, gritaba un ebrio en
pleno centro de Valparaíso.
Por esos mismos años de juventud
gustaba ir a los gimnasios a observar partidos de basquetbol. Ellas
corrían, gallardas tras la pelota. Corrían de un lado a otro, con
sus camisetas transpiradas, con sus rostros dorados y las bocas
humedecidas. Ahora ellas juegan al fútbol y hacen lo mismo, pero
esta vez en una cancha más grande y feroz. La diferencia con el
hombre es que aportan fuerza y calidez, y una voz suave que grita con
un dominio distinto al implantado por el dueño del planeta.
Al
paso de los años he visto peleas callejeras donde hombre y mujer se
entregan a golpizas. Penosa visión de un mundo que no conocí en mis
inicios. Oliver Welden, el poeta chileno en Europa dice: “La mujer
se entrega erótica al hombre que la ama. Cuál es la realidad de
este Circo: que salgan luminosos los actores a la escena.”
El
mundo está mal hecho, más bien el ser humano, dijo otro ebrio de la
calle. Remató gritando. “La juventud debe ser más larga, y la
vejez más corta”.
Artistas del celuloide a quienes he citado
en crónicas anteriores, han sido valientes para afrontar esta
situación real. De bellezas tan grandes, hoy en día muestran la
miseria de la carne. Es la ley. Enrique Lihn, otro notable poeta
chileno ya muerto, dijo: “Me miro en el espejo y no veo mi rostro.
He desaparecido: el espejo es mi rostro.”
Con todo, la mujer
tiene la fuerza de huracanes y amplitud de raíces, de árboles
milenarios. Tiene la fuerza y la bravura de los mares. Y sus ojos son
la luminosidad de algo desconocido.
Y
ellas tienen algo más grande que todas las cosas grandes. Son
capaces de subirse a zapatos con tacones de cinco centímetros,
corren en las calles, y no se caen.
COMENTARIOS
Gracias por este maravilloso comentario.
Un abrazo. Wilma.
bueno...lo leí...e imagino, desde mi punto de mujer, al muchacho todavía inexperto, que nunca tocó una mujer, como ésta se presenta tan desconocida, tan atractiva, tan ignota...lo leí con curiosidad, pero me imagino que un poeta, un escritor, un hombre ve así a la otra persona de sexo distinto pero que junto a él conforma el total de la humanidad.
ResponderEliminarme gustó.
alicia
La mujer que se describe en el texto literario, es por un lado angelical, de caràcter divino, por otro lado se la menciona como real, terrenal, (subida a sus zapatos de tacones), voy a obviar esta parte, me voy a abocar a la descripciòn mujer-àngel. Pensemos que el poeta hace referencia a una visiòn sin poder concebir que podìa no tratarse de una visiòn, sino de un deseo de la perfecciòn con que esperaba que fuese esa mujer esperada, esa mujer que es especial solo para ese hombre que la idealizò desde temprana edad, y que hoy està ahì al alcance de la mano pero parece no ser real, aunque en su corazòn sepa que si lo es, esto no tiene connotaciòn literaria, por lo que tratarè de ser especìfica, el hombre busca desde siempre a la mujer èterea, impoluta, que sea fràgil entre sus brazos, que se evapore como nubes que cruzan cielos limpios, porque esa mujer no tiene manchas, es la mujer. Ahora, pensemos en el poeta que describe una visiòn que pretende perdure en el tiempo, pero esa visiòn desaparece al tiempo, esto luego lo traduce al paso del tiempo que convierte a esa mujer en un despojo, nada le hace pensar que sea el tiempo lo que le quita la visiòn que lo enternece, que lo excita, se queda pensando: "existiò realmente?". Voy a transmitir unas palabras que leì por ahì: "mujer virtuosa quien la hallarà?", estoy convencida que la mujer no es una visiòn el hombre es quien no puede verla como real...
ResponderEliminarDe todas maneras es una narrativa rica en hacer que la femineidad de la mujer sea la protagonista ùnica del texto. Muy bueno! Mònica Maggi
Gracias....por cada palabra de admiración, por la dulzura con la que nos describes. Amo cada palabra, cada detalle de este texto. Recibe mi admiración y abrazo desde PR....tu fiel admiradora...éxito en tu caminar.
ResponderEliminarHodimarys Guzmán
Puerto Rico