*Un fragmento de la novela breve "Los cururos de la Santa María"
de Carlos Amador Marchant (100 páginas)*
Registro de Propiedad intelectual Nº 123.518
I.S.B.N. Nº 956-7944-23-1
(Prohibida su reproducción parcial o total)
Los pequeños perversos. Estos diminutos puntos negros sobre la soledosa
calzada. No todos, claro, me lo dijo la conciencia y el párroco de la esquina
cuando estuve metido en la palabra
¡malo!. Sin diferencias. Malo
todo. Y luego la palabra se transformó en
¡malditos!. Los que escupen en trastiendas, los delincuentes en las
calles, las mujeres saliendo de casas nebulosas. Y pronto sufrió otra metamorfosis
y pasó a ser ¡maldecidos!.
Nadie pudo quitarme los apelativos sino el padre Cristian que nunca usó
sotana y jamás se tostó el rostro, porque en el norte el sol no quema la piel a
los humanos que son buenos como el padrecito.
Siempre a tres cuadras del liceo me veía pasar el
religioso y parece que observaba de lejos mi cara aseriada. Cuando estaba
frente a él me daba tres golpecitos en el hombro como si estuviese bautizándome
de nuevo.
-Cambia ese rostro, Pajarito- decía con voz ronca
como convenciéndome que debía pelear con los malos, con los malditos, con los
maldecidos, pero de otra forma. Y lo expresaba como un cristiano, poniendo fe
en su defensa a los débiles. Lo que no quería es que repitiera esas palabras:
“¡Sácalas de tu intelecto, hombre, sácalas!”, gritaba a veces buscando
marginarme del aturullamiento.
Reconozco que me gustaba cuando el párroco decía
¡Pajarito!, sobrenombre que los cabros me habían puesto en la Santa María, la
escuela que está frente al mercado de Iquique.
Casi todos eran agavillados y me acorralaban en el
patio para gritarme con fuerza: ¡Pajarito!.
El profesor, el chino Huang, había sido el culpable.
Me tenía aprecio el profe. El parecía no ser maldito. Pero un día cualquiera
cuando se dio cuenta de lo arrancapinos y enjuto de mi estructura, no tuvo más
remedio que sentarme sobre el pupitre y
lanzó la perorata: ¡Eres un pajarito, cabro!. ¡Pajarito!.
Ese mismo día llamó por teléfono a mi padre, que
entre paréntesis y comillas, era uno de los pocos que tenía ese aparato en una
ciudad pobre y sucia como gatos de la calle.
Para los aislados iquiqueños del sesenta el artefacto
era único y desde la otra línea siempre saltaba una voz de mujer que decía:
¿número?. Y había que darle el número y recién comunicaba con el otro extremo.
La voz de la dama era suave como la seda y siempre, agavillado también, me la
imaginaba de piernas largas, robustas, y vestida con esas faldas diminutas que
se usaban en la época.
El chino Huang apencó desde el aparato negro porque
en ese tiempo todos eran del mismo color y pesaban como fierro. Y como tenía la
costumbre de predicar y actuar con el pan pan y vino vino, a romperrajas le comenta: “Señor
Linares, me preocupa la delgadez de su hijo y le sugiero que se quede a
almorzar en la escuela”.
Desde el otro lado de la ciudad y levantando ese
pesado objeto negro brillante, mi padre compungido pero siempre orgulloso de
ser uno de los pocos en tener un teléfono en el puerto, de ser dueño de una tienda y de tener plata
repartida en otros bienes, le responde circunspecto. “Al niño no le falta nada,
profesor”.
-No le digo eso señor Linares, sólo que el alumno
necesita ser vigilado en su alimentación- respondió el chino que en su
terquedad no se la ganaba nadie.
Y luego de
dimes y diretes y tras una suerte de armisticio, hago mi debut en esos
claustros donde en cada rincón colgaban fideos, choclos y la acidez de tomates
vomitados.
La creencia del chino era que en la Santa María los
cabros se alimentaban a punta de vigilancia. Pero se equivocaba. Porque cuando
yo iba recién en “el segundo” y todavía me faltaba “el tercero”, que era el
postre traducido en una manzana roja y brillante, desde un rincón veía a varios
arrancapinos tirar la comida a unos inmensos baldes apilados a la puerta de
salida.
El profe Huang comenzó a vigilar si subía de peso.
Debe haber sido un desafío para él. Pero mi padre sabía para sus adentros que
yo había nacido así, flaco, enjuto y con el rostro amoratado como desnutrido.
Cuando pasaron los meses y el chino siguió viendo la delgadez de mi cuerpo,
comenzó a apeñuscar sus ideas y un lunes
me encerró en la sala con una sola pregunta: “Linares, estás comiendo o estás
botando la comida”.
Lo miré fijo y le respondí: “la estoy comiendo,
profe. La estoy comiendo”.
Lo cierto es que, amadrigado como me estaba formando
en los momentos en que el resto jugaba a las bolitas o al trompo, tenía claro
una cosa: “obediencia al padre”.
Y el viejo Linares, que no era pelado como ahora,
conocía su cosecha y, por consiguiente, reía de los desafíos del chino a quien
en algún momento llamó, sencillamente: “gueón”.
Como en las tardes caldeadas del puerto yo le contaba
a mi padre los estragos de los cabros cuando botaban comida a los baldes, y los
vómitos en los baños donde la hediondez recorría los pasillos y llegaba a los
comedores, él tomó la férrea determinación de retirarme de esa pesadilla. El
profe Huang, casi arrepentido por tal equivocación, sólo optó por agachar su
cabeza y un jueves en plena y rígida
clase de matemáticas, me dijo: “¡espéreme a la salida, Linares!”.
Cuando terminó su hora y una vez que arreglé mis
cuadernos cuadriculados y puse en su sitio los lápices de colores a los que
siempre se les quebraban las puntas y yo odiaba usar la gillette porque cada
vez que la utilizaba se me iban achicando más estos palitos largos y diminutos,
salí a la puerta a esperar al chino.
Al verlo aparecer se acercó y me tomó por un hombro.
Habló a voz baja pero ronca y replicó: “Sé que eres así de contextura, por
consiguiente, te voy a bautizar oficialmente como ¡Pajarito!”. Me dio un
palmotazo en la espalda y se perdió por los pasillos del segundo piso de la
escuela con la cabeza gacha.
Eso fue todo.
Desde ese momento pensé que el profe Huang era bueno.
En medio de los escaparates de sus días tal vez se había equivocado conmigo.
Pero yo lo perdoné. Creo que el viejo Linares, jamás...........
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