Escribe
Carlos Amador Marchant
GALPÓN
“La
primera vez que entré a aquel galpón de redes
me
pareció haber penetrado a una goleta varada
sobre
las rocas de la costa.
Todo
era humedad, el mar ahí dormía
protegido
entre bastiones de calaminas.
Un
balde de océano lanzado a la tierra era ese galpón.”
Había
llegado la edad de los 23 y salían, por los ojos, racimos de
complicadas ideas. Estas complicadas ideas se habían transformado en
mar, en cientos de mujeres sentadas al lado de montañas, pero
montañas de redes. Eran redes húmedas que traían al océano,
impregnado. Eran redes manchadas, rotas. Habían sido trasladadas
desde muchas millas para ser depositadas en una galería fría. Es
decir, era una porción del mar que se instalaba frente a ellas.
Miraba a las trabajadoras como quien mira fantasmas tras nebulosas.
Aquí había un mundo desconocido por los humanos, aquí estaba la
muerte, acechando. Aquellos seres se sentaban a coser y miraban y
sentían al océano a sus pies. Las olas se entreveraban con los
pasos. Las voces se confundían con el cielo.
Era
una casa inmensa alejada del mundo. Era tal vez la casa de las
gaviotas, las mismas que volaban sobre nuestros cráneos. Me pregunto
si esas mujeres fueron gaviotas, o si me había transformado en ave
marina sin darme cuenta.
Las
paredes de ese galón eran de calaminas oxidadas. Y estaba instalado
casi a orilla de playa, casi como al medio entre océano y desierto.
Al paso del tiempo me pregunto cómo ese mar del norte chileno no
saltó de repente tragándose aquella inmensa construcción.
Más
de cien obreras laboraban el cosido de redes. Sólo tres hombres
caminaban en medio de la belleza femenina. Porque la belleza está
con más furia en el desorden estético, en la suciedad de harapos,
en el hedor de la naturaleza. Y estas mujeres eran todo eso. Traían
puesto sobre la mente el traje natural de la vida, y lo paseaban sin
timidez entre soledad y bravura.
He
caminado guardando casi eterno este espacio crudo. Fue en 1978 cuando
me atreví a ingresar a los húmedos rincones de una pesquera en
faena. Sin tener experiencia en el uso de cuchillos cuyos filos
atemorizaban a cualquiera, tomé en mis manos aquellas herramientas
destinadas al corte de cabos.
Los
fantasmas humanos que se pasean por orillas de mar pertenecen a
aquéllos que estuvieron en esos galpones, en esos sitios tragados
por el mar al paso de décadas. He sentido voces por allí, voces que
relacioné con naufragios, pero que no son más que señales de
quienes sudaron entre el silencio marino, entre el silencio de
ratas y fierros arrinconados.
Al
momento de escribir esta nota han pasado 36 años años de
aquel encuentro con el mar, y sin embargo, sigo sintiendo olor a
pescados descompuestos, ese penetrante olor a huiros, ese penetrante
olor a mar. Y hay también otros olores que me han perseguido en el
tiempo; éstos tienen que ver con la ropa de mujeres, los perfumes
baratos de sus bolsos, el aliento salvaje, silvestre, cuando
dialogaban.
Este
había sido el mundo que descubrí. Y no sé si ellas me llamaron
para introducir aquel espacio dentro de la vida de ciudades. Porque
parece que fue todo sincronizado para dar cierta eternidad a seres
que se desplazan por el planeta sin ser vistos, sin ser escuchados.
En torno a esto mismo me pregunté un día qué eternidad podría
darle a las marineras si también dejaré la tierra para
transformarme en polvo. Y la respuesta no se hizo esperar en un largo
sueño a las cuatro de la mañana, donde ellas caminaban por sobre mi
esqueleto en una danza confundida con fuegos, mares,
tierras.
Este
sueño, como presagio, ha sido el culpable de que cada cierto tiempo
siempre vuelvan estas mujeres a tocarme, a mirarme. Ellas hablan el
vocablo de la arena. También hablan el vocablo de las latas con su
óxido y de millones de peces transformados en pescados.
En
la vida del hombre no todo lo caminado se archiva en la mente. Pero
este galpón de redes y su mar han quedado eternos. No se trata de
conservar un pasado inexistente, más bien es el pasado el que
siempre está vivo y se rearma en las mismas orillas donde deambulan
fantasmas.
El
misterio del mar con sus goletas es el misterio más intenso
depositado sobre el mundo. El mar es más misterioso que un
cementerio nocturno. Nunca he sentido más cerca la eternidad que
sentado sobre rocas marinas en medio de la noche. El ruido del mar
tiene calidad de lamentos confundidos con gritos humanos. Por eso la
eternidad de estas mujeres marinas. Por eso la eternidad de este
Galpón de Redes .
16 de noviembre de 2016, en Valparaíso.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Entrega tu comentario con objetividad y respeto.