En la década del 80 del siglo 20 trabajé, muy jovencito, en una biblioteca universitaria de historia, y veo-observo con nostalgia (lejana) aquellos libros antiguos, muchos fabricados con tapas cuero de bueyes. Palpaba esos volúmenes antiquísimos en el norte de Chile, y me acorralaba la misma sensación de hoy al ver con pávidos ojos esos textos que hemos reunido de toda la vida y que, a la larga, terminarán siendo solo reliquias, mugrosas reliquias sobre estanterías. De la década del 80 hasta ahora no han pasado más de 35 años. En este lapso breve-brevísimo, cuántos de nosotros usamos máquina de escribir o cuántos entregamos un mensaje manuscrito. Estas dos preguntas calan hondo. Si en tan poco tiempo todo ha cambiado, en otro trecho pequeño o similar, por escasez de papel, dejarán de circular billetes y las compras se harán solo con tarjetas. Los libros formato papel preparan su heroica retirada. ¿Cuánto hay de cierto que hasta la primera mitad del siglo 20 y parte de la segunda, editar un libro no era cosa de muchos?. El desgaste del planeta y la tecnología dan la pauta de nuevos tiempos. Libros antiguos arrinconados en estanterías hasta cuándo tendrán la fortaleza de soportar épocas. Veo con pavor el desgaste de ellos. Y los feriantes en calles, aquellos que comercian con libros de viejos, parece que vendieran cadáveres. ¡Quiero ser poeta, mamá!, gritaba un niño. Perfecto, le decía ella, pero los poetas ya no tienen lápiz, ya no usan lápiz. Tendrás que escribir tus poemas en el computador, siempre que la energía eléctrica no la corten y quedes en la más completa orfandad, en el más completo estado cavernícola.
Escrito por Carlos Amador Marchant, en 7 de enero de 2016 (Valparaíso-Chile)
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