Cada vez que escribo (es decir siempre) sobre acantilados, recuerdo
la cordillera de la Décima Región de Chile, es decir, la selva
húmeda. La carretera por donde hoy transitan alegres turistas,
carretera construida con muertes constantes, está llena de
acantilados. Podría decir que, quienes sufren, son aquéllos (me
incluyo) que padecen de vértigo. Pero también hay otras (muchas)
que debo nombrar. Me refiero a aquéllas que en el norte de Chile, en
el desierto, reciben el nombre de “cuestas”. En el fondo, si bien
el acantilado está más relacionado con el mar, entre cuesta y
acantilado, existe la misma relación de escarpa vertical. Por los
caminos de Arica e Iquique (década del 80), viajé en varias
ocasiones de noche. Ir manejando por aquellos sitios no es cosa de
principiantes. No sólo aprisiona el silencio del desierto, las
estrellas, sino la camanchaca y los extensos terrenos donde un mínimo
error te puede llevar a no seguir contando la historia. Las cuestas
que vienen a mi cerebro son las de Chiza, Acha y Camarones. Hay más,
por cierto. Al paso del tiempo aún siento el olor y espanto de la
tierra seca escarpada, las alturas, el peladero. Aunque en la
actualidad hay más vigilancia y precaución, son muchos los
vehículos que sucumbieron bajo ellas. Y aquí hay algo misterioso.
Hay muchas voces, hay muchos gritos que quedaron aprisionados. Hay
mucha vida detenida a hachazo. Y, sin embargo, las cuestas de Chiza,
Acha y Camarones, siguen observando vehículos que pasan por sus
caminos, como bestias somnolientas.
**Escrito por Carlos Amador Marchant, en 19 de febrero de 2017-Valparaíso.**
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Entrega tu comentario con objetividad y respeto.