Escribe Carlos Amador Marchant
Lo conocí. Trato de no recordar su nombre. El mundo está
transformado. El mundo es un engaño.
Pasaron muchos años y siguió sentado en la misma silla que
identifiqué en esas largas y penosas caminatas por el desierto de
Chile. Fueron pasando lustros, décadas, y siempre le quedó un ceño
extraño; ceño, por lo demás, poco atractivo para mi gusto.
Si bien era hombre de optimismo y picardía, escondía algo negro,
traducido entre idiotez e hipocresía.
En su despacho de trabajo, donde refugiaba innumerables letreros y
carteles de publicidad, réplicas de Picasso, Van Gogh, Guayasamín,
entreverados con colgajos publicitarios de tiendas de ropa íntima,
almacenes, zapaterías, heladerías, nunca hubo silencio.
Aquel hombre de apellido italiano y quien no sobrepasaba los treinta
y cinco años, era visitado por incontables poetas de la zona.
Aquellos seres pobres, ilusionados, portadores de creencias y
arregladores del mundo, veían en él a un compañero de esos que
llevan bien puesta aquella muletilla que hoy por hoy fastidia.
A zutano no le faltaba clientela en ese espacio que, con tantos
cachivaches, se perdía hasta su propia imagen.
Esos eran tiempos en que libros caían a mis manos para ser devorados
como rapaz. Y los poetas malditos franceses, y los poetas rusos, y
los latinoamericanos, se encuclillaban agradecidos.
En la primera mitad de la década del 80 aquellos letreros que
trabajaba el descendiente de italiano eran de telas y maderos. Se
pintaban hasta altas horas de la noche y los talleres olían a
pintura y líquidos tóxicos.
En ese escenario se desplazaban muchos poetas abatidos por un
continente donde los dictadores hacían nata. Y llegaban a desahogar
penas, calvarios, a sentirse un poco cobijados por ese descendiente
de europeo que todo lo escuchaba, que todo lo reía, que todo lo
apoyaba.
Requerían de cervezas y ahí estaba la cerveza. Requerían de algún
pan y ahí estaba el pan.
Y el hombre reía y hacía reír; y saltaba y, sin embargo, jamás
pudo hacer saltar a los poetas. Y arengaba: “¡Poetas míos, por
fin han llegado a mi escondite. Acá encontrarán lo que han estado
buscando por largas calles. Acá encontrarán calor, encontrarán
charlas, hallarán risas, porque ustedes deben divertirse, deben
dejar de ser tristes. Poetas míos, han llegado a la casa de su amigo
!”. Y lo hacía con socaliña, con cierta cadencia que buscaba que
aquellos nóveles escritores sucumbieran.
Departían durante la tarde y la cerveza abundaba, el cigarrillo
jamás se ausentaba. Eran tardes cálidas, extremadamente cálidas en
ese desierto de la primera región de Chile que, lamentablemente,
asfixiaba.
En esos rincones se hablaba de todo. Se hablaba de la pérdida de
valores, de la sociedad que ya no era sociedad, que naufragaba entre
árboles caídos, entre árboles secos.
Y los poetas eufóricos hablaban y hablaban; trataban de arreglar el
mundo. Y el descendiente de italiano, el de treinta y cinco años,
les daba soluciones, les buscaba soluciones, y los poetas asentían.
Cuando el sol comenzaba a esconderse y el aire entraba por la puerta
del local de publicidad, los jóvenes ofrecían sus libros al fulano
de los lienzos que olían a tóxicos. Y él les compraba, y él pedía
fuesen dedicados. Los muchachos salían eufóricos del sitio y el
hombre gritaba: ¡leeré los libros, hermanos!...¡Los difundiré,
hermanos!
Entonces el canalla cerraba su puerta e ingresaba al taller de
afiches, buscaba el gran tacho de basura arrinconado junto a tablas y
telas, y lanzaba, con furia, los textos a su interior: “Todas estas
huevadas son basuras”, manifestaba escupiendo.
Y luego se hacía a la calle en el más completo silencio, como
sintiéndose aplaudido por el mundo.
Escrito en 5 de febrero de 2017-Valparaíso
De una gran realidad nefasta. Gracias por invitarme al blog y compartir esta crónica conmigo. Saludos amigo !
ResponderEliminarPor lo menos les pagaba los libros y les hacía pasar un buen rato
ResponderEliminarCuantas historias encerradas en poemas, tiró al tacho este vil canalla?? Solo su conciencia lo supo, pero ella inocente, jamás se pronunció...
ResponderEliminarExcelente Carlos... gracias por compartirlo e invitarme a entrar a tu lugar.
Cuanta gente envuelta en el egoismo de su propio ego
ResponderEliminarRecuerdo a ese hipócrita. Tienes razón Carlos. Era un egoísta, al igual que su mujer. Un perfecto imbécil. Aplaudo que hayas escrito esto. VALE.
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