Escribe Carlos Amador Marchant
A diario preguntan por qué salí de las contiendas terrenales. Se
refieren, imagino, a eso de desplazarme por las calles, a eso de
entregar opiniones diversas acerca de política, arte, entorno social
y sus problemas asfixiantes. Entiendo se refieren a andar por bares,
cafetines, ferias de libros, sitios de exposiciones, lanzamientos de
libros, entrar a radios, diarios, pretender ser entrevistado o buscar
alguna entrevista como en tiempos juveniles. A menudo, incluso, se me
vincula con desamparos, con los derrotados del sistema, los que nada
quieren con nadie, los amargados y repudiados por el mundo. En fin.
Son suposiciones. Me encanta, en todo caso, que la gente suponga.
Nada de esto tiene que ver con la edad que el ser humano alcanza para
entrar a retiro voluntario o involuntario de entorno. Muy por el
contrario: “siento más juventud a medida que envejezco”. Esta
contradicción de vida me lleva a afirmar, además que: “desde
joven sentí vejez con persistencia”.
Respecto a contiendas, hay aquí expresiones que pueden ser
analizadas: “ciertos seres humanos (me incluyo) terminan
aburriéndose de la sociedad donde conviven. La voracidad desmedida,
la idea de pretender ser dueños del mundo sin ser dueños de nada,
la búsqueda insaciable de poder a costa de todo, incluso de matar;
la ira y envidia persistentes, el flagelo incesante por sobrevivir
entre ramas a punto de quebrarse, el buscar puertas de salvamentos
sin encontrar ninguna.”
Estas fecundas y negras acciones humanas se ahumaron desde milenios.
Y es aquí donde corresponde revisar minuciosamente la historia.
Me pregunté hace bastante tiempo: ¿qué es la historia o qué sitio
ocuparía si no es leída por nadie? ¿Para qué sirve esta y es
posible vivir sin ella?. Frente a este escenario revisar
civilizaciones antiguas se nos hace interesante. Pero: ¿para qué?.
¿Sirve para mejorar comportamientos en el mundo contemporáneo?.
Frente a esta última pregunta me quedo con ciertas dudas.
Sin embargo, cuando pareciera que todo se transforma en caos, veo
morir a un hombre común, de aquellos que vivieron con la
simplicidad de la tierra y leyes imperantes. Veo y siento cantar, en
la calle, a sus deudos. Observo flores y globos negros. Son
feriantes. Lloran muchas mujeres.
La escena de la muerte, la escena del féretro en la calle,
simplemente detiene todo, pero al mismo tiempo todo sigue su curso.
Los conflictos políticos, las demandas sociales, lo que aparece a
diario en informativos formato papel, en radios, en internet, se
detiene. Solo queda la escena del féretro.
Hay cantantes en la calle que cantan y cantan. Hay guitarras en la
calle que suenan y esas melodías parecen venir envasadas y son de la
calle.
En revistas con fotos de impresionantes colores, estas revistas que
veo ahora y me apasionan, observamos al imperio Inca con sus terrazas
en montañas. Y sentimos el lamento de los incas. Y sentimos la
llegada española, a esas tierras, en el siglo dieciséis. Y vemos en
estas páginas la soledad en paredes de Machu-Pichu, la niebla espesa
en el poblado. Y sentimos el lamento completo de Tahuantinsuyo.
Entonces
veo caminar por el empedrado, por los caminos interminables de los
incas voces que se pierden en el firmamento. Las voces caminan. Los
pasos hablan.
Entonces
escucho que a menudo preguntan sobre mi salida de contiendas. Se
refieren, imagino, a esas caminatas nocturnas que no hago. A la voz
que no propago y, seguramente, al antifaz demencial de antaño, usado
para arreglar el mundo. Tal vez esta sea la respuesta. Sin embargo,
hay gatos que me acompañan entre la lluvia de este invierno. Son
felinos que rasguñan paredes. Y yo los dejo, para que algo quede de
esta indeleble existencia, de esta montaña que habla en las mañanas,
como simple fantasma.
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