Quienes planchan sus ropajes a
tempranas horas para salir, presentables, a encontrarse con el
tráfago, tendrán que amarrar un hilo al dedo para tener certeza
absoluta de haber dejado desenchufado o no el planchador. Ocurre,
muchas veces, que hemos subido a un taxi colectivo y, cuando éste ha
avanzado veinte calles, se te viene a la cabeza la duda perspicaz
respecto al tema. Y hasta tratas de detener el vehículo para
devolverte a casa. Sientes, ves, como remate de caos, tu domicilio en
llamas. Es más, ves que muchas otras casas arden por tu culpa. Y
como Valparaíso, es puerto conocido por incendios voraces, sientes
olor a humo, a tablas quemadas, a destrucción de entornos. De un
momento a otro das seguridad al accionar reciente y golpeas tu pecho
diciendo que aquella plancha quedó desenchufada. Entonces, sigues en
el taxi colectivo hasta terminar tu trayecto. Si bien al encontrar
las calles buscas sumir tu cerebro en otras acciones, de nuevo te
asalta la duda y das tiempo prudente para escuchar sirenas de bombas.
Después de media hora al no percibir ningún carro bomberil a
distancia, vuelves a otras actividades y olvidas el asunto. Pero
ocurre que al regresar a casa, al atardecer, cuando estás a quince
minutos del domicilio, vuelve a asaltarte la duda. Y bajas del taxi
colectivo con los ojos semi cerrados, tal vez tratando de no
encontrar tu hogar transformado en cenizas. Y caminas de prisa, te
detienes, hurgueteas alrededores y, de pronto, tu cuerpo se estremece
cuando observas la casa intacta, reluciente, sin rasguños. Sacas la
llave del pantalón y una vez que entras, lo primero que haces es
acercarte a la plancha, a la maldita, a la desvergonzada, aquélla
que taladró tu mente en fiel retrato de tortura, y buscas tocarla,
de pasar tu mano tibia por su frío lomo.
Escrito por Carlos Amador Marchant, en 26 de febrero de 2018.-
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