Un poema bueno, otro malo, otro que nunca dijo algo; otro, tal vez, que dice mucho y no llega a puerto. En fin, son tantos los poemas, son tantos los papeles que albergan poesía. Algunos, adquieren la expresión de “preciados”, porque provienen de épocas pasadas, de hombres que dejaron dedicatorias más allá de seis décadas, de ocho, de diez. Estos descansan en muebles exclusivos, en vidrieras intocables. Son poemas, a fin de cuentas que se escribieron dentro de una pieza, en un puente, o en los barrios bohemios donde el vino corrió como ríos torrentosos. Sus autores, aquellos que dedicaron palabras suaves, quemantes, en medio de rostros hermosos de mujeres, entre burdeles de buena y mala muertes, ahora se retuercen en olvidadas huesas, en cementerios tristes, solitarios, por donde perros y gatos mean el desconsuelo de días enhiestos. Curiosamente, ahora, en tiempos del frío internet, cientos, miles de poemas saltan como pulgas y estremecen escenarios semi grises, se hacen espacios, no le piden permiso a nadie, se arrancan de las generaciones, se convierten en seres sobre seres. Y la pregunta final es la siguiente: ¿quién ha ganado en este cambio de paradigma?. Simplemente, la poesía. Porque en estos días da la impresión que la poesía no tiene rostro, y son las letras las que van adueñando caminos. No hay rostros, no conocemos rostros. La idolatría, la fea, la carroñera, se pierde, deja tranquilo, por instantes, el ambiente. La vanidad, la plebeya, pareciera alejarse. No hay rostros, hay poesía sin rostros; hay un triunfo nuevo.
CAM: 7 de febrero de 2022
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