Carlos Amador Marchant
Cada persona lleva su propio cofre.
Los recuerdos se mantienen escritos en libros cuando se trata de
escritores; y en la mayoría de los casos, en verdaderos tesoros
denominados “Diarios de Vida”.
Al paso de años toda fantasía creada
por el humano se ha sofisticado. Y, desde la invención de la
pólvora, por allá en el 900 después de Cristo, los chinos se las
ingeniaron para darle también un uso pirotécnico que, hoy en día,
se expande y culmina en espectáculos cuyas visiones son
verdaderamente alucinantes.
Años tras años, ciudades costeras o
no, pelean por sentirse “superiores” en cuanto a la extensión
(en minutos) del denominado “espectáculo” de fin de año.
En mi ciudad de nacimiento (Iquique),
sin embargo, el asunto era, por cierto, diferente.
Avanzado 1964, época en que el puerto
se mantenía en desmedro, los llamados “años nuevos” se
anunciaban, sigilosamente, con una sirena instalada sobre la terraza
de un edificio de 5 pisos. Era el más alto de la ciudad. La famosa
sirena, poderosa por lo demás, la misma que era usada para el
llamado a bomberos cuando se producía un poderoso incendio,
retumbaba por todos los costados de aquel vilipendiado sitio hasta
reventar tímpanos.
El
más miserable poblador, el que vivía bajo la gran montaña de la
Cordillera de la Costa, asfixiado en polvo, lograba también escuchar
el sonido de este artefacto que señalaba, con exactitud, para colmo,
también, la llegada del mediodía. Se trataba, en realidad, de un
armatoste de hierro que tenía a muy mal traer a todos los que vivían
aledaños, quienes, de alguna manera, recurrían a tapones caseros
para escapar de aquel sonido asesino.
Antes
de la medianoche del último día del año, y mientras alrededor de
sesenta mil habitantes lanzaban cuetes, petardos, estrellitas,
watapiques, serpertinas y un sin fin de patrañas que dieran ambiente
al momento, la famosa sirena se hacía espacio entre pobres casas del
puerto golpeando cerebros, machacando oídos, abofeteando puertas de
maderas a punto de derrumbarse. Era el instante en que hombres,
luciendo corbatas impecables de ocasión, se abrazaban y olvidaban
rencillas. El ruido del mar cercano parecía reír con su tranquila
mancha nocturna. Nadie lo tocaba. El océano estaba intacto. El mar
no era tocado todavía.
Hablo
de un pasado. Se podrá especular que era otra época, otra realidad.
Se podrá especificar que habían menos habitantes en las ciudades
del mundo, que el globo terráqueo era distinto. Pero el punto es
otro. El punto tiene estrecha relación con el mar, con ese océano
que todavía se conservaba diferente.
Los
actuales, glorificados, aplaudidos, esperados y promocionados fuegos
de artificios, en esos instantes no aparecían, no golpeaban la
puerta de ese Iquique destartalado. La sirena, solo la sirena, la
bocina, era el sonido, el artefacto que hacía de las suyas para
alegrar esos momentos.
Más
de medio siglo después, y aunque en la Segunda Guerra Mundial, es
decir, antes de la primera mitad del siglo 20 los mares ya habían
sido ultrajados a ultranza, con potentes bombardeos donde no solo
morían humanos, sino mucha fauna marina, ahora se instaló la
costumbre de explosionar sobre los océanos toneladas de pirotecnia
que dañan la fauna y contribuyen a contaminar. Dichos gases liberan
monóxido de carbono que maltratan, sin ninguna duda, la atmósfera.
La
polución que sufre el planeta tiene un responsable directo: el
hombre. Si bien vemos a diario muertes de animales en los océanos,
en las selvas, en cada rincón del planeta, llama la atención que
para estas fiestas la gente, la tracalada, ríe y salta, y grita,
enajenada.
Pero
el hombre también muere con su propio cuchillo. Es la realidad.
Pero
el hombre muere y bien lo sabe. Pero no reacciona; o no lo dejan
reaccionar. Hay manos negras, moradas, turbias, demasiado turbias en
este asunto.
Frente
a esta visión, me quedo con el armatoste de esos tiempos. El pesado
fierro que obligaba a taponarse los oídos, a gritar para ser
escuchado. Es decir, me quedo con la famosa sirena. Porque créase o
no, los océanos aún respiraban en esas mañanas limpias de
primaveras y otoños que jamás, jamás, volverán.
Escrito
en 5 de febrero de 2019
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