Escribe Carlos Amador Marchant
De manera muy tímida me desplazo, a veces, por campos de la patria.
Lo hago en tren por la zona central, y voy observando lo que queda de
esos sitios que otrora albergaron una impiadosa vida de patrones e
inquilinos. Aún existe, por cierto, esa modalidad de vida, solo que
una gran extensión territorial es ahora acorralada por carreteras
que atraviesan los que ayer fueron senderos de caballos, bueyes,
mulas.
Desde tiempos de María Graham pasando por la literatura de campo de
siglos 19 y primera mitad del 20, pareciera que han desaparecido
ciertas costumbres, que más que todo o que nada, han quedado como
folclore que arrecian en radioemisoras los días domingo y en
horarios de mediodía. Pero esto no es así. Todas las costumbres se
mantienen y cierta fiereza también en el trato con subalternos. El
campo es campo y es el mismo, aunque a veces se camufle.
Muy niño sentí pasión por historias campestres. Esta cercanía con
el verdor está estrechamente relacionada con haber nacido en el
desierto. En medio de esas soledades de piedras, siempre,
instintivamente, quise ver bueyes, vacas, caballos, burros, aves,
carretas y muchos árboles frutales domeñando mis días.
Víctor Domingo Silva, Premio Nacional de Literatura (Chile-1954) y
Premio Nacional de Teatro (1959), fue quien me introdujo, en etapa de
niñez, en este mundo pasional, seductor y lleno de aventuras.
“Golondrina de Invierno”, editada en 1912, por ejemplo, inserta
la vida patronal y aquel mundo inventado desde ese orillaje. Vemos a
una aristocracia gozar de espacios sosegados donde solo ruidos de
aves, caballos, ríos, y de voces terratenientes, giran al compás de
fragancias, de aturdidores amores de clases.
Por esos años, pensando, además, en los primeros libros que caen,
terminamos enamorándonos de aquellos personajes, los idolatramos,
por dar términos locuaces. Sin duda, en aquellas historias de
hacendados no vemos llantos de pobreza, ni siquiera inclemencias de
lluvias, menos casas de latones y adobes entre noches frías. Tal vez
esto último lo podemos deletrear en obras de Luis Vulliamy, escritor
chileno que no debe pasar al olvido.
Y he aquí que me detengo. Fíjense ustedes que en pleno siglo 21
pensé erradicados ciertos comportamientos violentos hacia el
oprimido. Muy por el contrario, las prácticas son las mismas, solo
se mantienen escondidas, como expresé al comienzo de esta crónica.
Sometidos al trato inhumano, seres desprovistos de este planeta
conocen dos tipos de “látigos”: el fabricado con cuero de animal
para azotar; y el látigo de la palabra.
En la década del 80 del siglo 20, en lo más profundo de la
espesura, donde la ley aún no llegaba, empresas de caminos iniciaban
sus primeras explosiones para hacer ingresar “la civilización” a
recónditos sitios del sur austral de Chile. El mundo campesino,
mejor dicho el mundo cordillerano, a punto de sucumbir por falta de
dinero, participó de durísimos trabajos bajo riscos, en medio de
explosiones. Sobrevivieron, pero muchos dejaron sus cuerpos en
caminos. Son recordados, en abandonadas cruces.
Sobre un helado lugar denominado “La Arena”, imaginado entre la
belleza fría como “belleza de fin o inicio de mundo”, conocí a
un tipo esbelto y de gran bigote negro. Era el contador de la
empresa, y como tal, guarecía un poder que se da, exclusivo, en
sitios como aquellos.
Ostentaba el apellido Neira, que a la larga era la vestimenta
propicia que acompañaba a esa gigante arquitectura. Una tarde iba
saliendo del campamento administrativo y consultó por los obreros de
caminos. Al darse cuenta que una veintena de ellos se encontraba
sobre un montículo barroso (por la interminable lluvia) tratando de
echar abajo un caserón en desuso, abrió los ojos dando paso a una
mirada demoníaca y, desde su boca, tras inflar los pulmones con los
fríos aires del polo, esgrimió: “, ¡vengan acá, MALANDRINES!”.
Tan grotesco y poderoso fue el grito, que rebotó por los cuatro
costados de La Arena. Y, curiosamente, pudiendo haber utilizado los
apelativos “jóvenes”, “muchachos”, etc., más atractivos
para el llamado, estos en cuatro segundos corrieron hacia él como
ganado de corral. Neira, había utilizado el “látigo de la
palabra”, traducido como”látigo del horror”.
Otro caso fue en las inmediaciones de Lliu-Lliu, lugar campesino de
la Quinta Región chilena. Un joven de ciudad compungido por lo
ocurrido, contó que, una mañana fue a visitar a un dueño de fundo
muy conocido en la zona por ciertas acciones dentro de sus tierras.
La idea fue (ingenua), solicitar en su propia hacienda un aporte a la
labor cultural que estaba llevando a cabo en la provincia. Tras tocar
el timbre varias veces nunca fue atendido. Al paso de media hora, se
abrió el inmenso portal y salieron dos hombres: el chófer y el
dueño de las tierras. El muchacho trató de acercarse al propietario
y antes que elucubrara una miserable sílaba recibió el vozarrón a
manera de puñetazo: “¡qué es lo que se te ofrece, PEÓN”!.
Y eso fue todo.
Entonces entendí que entre los caminos y territorios campesinos,
entre haciendas, no hay fantasmas del pasado, sino realidades de un
presente activo y altivo.
Y hay un problema que nos golpea fuerte como nación: la
discriminación. Más tarde entendí que no somos más que el
reflejo de quienes nos crearon. Las preguntas que nacen, son más que
obvias: ¿quiénes fueron, en realidad, nuestros padres?. ¿El canto
de muchos poetas a nuestros próceres expresa verdades, o es,
simplemente, invención histórica?.
Con todo, me sigo paseando, en trenes, por esos lugares llenos de
vegetación. Tal vez como buscando el sitio de las contradicciones;
tal vez buscando la explicación del por qué la turbulencia de
raíces.
Escrito el 26 de agosto de 2017.-
Excelente crónica, compañero Carlos. Refleja el peso muerto de una cultura avasalladora que sólo una lectura profunda como esta puede aligerar hacia territorios de la esperanza.
ResponderEliminarComo siempre: Carlos Marchant traza su inteligencia en esta excelente crónica.
ResponderEliminarAparte de buen poeta está el excelente articulista.
FELICITACIONES.