lunes, 23 de diciembre de 2013

Los pelagallos del mundo y las trancas y complejos del ser humano


Escribe Carlos Amador Marchant

Llegaré atrasado a la cita esta mañana porque cortaron la luz y el agua en el vecindario.
Todo fue sorpresivo. No hubo aviso. Las empresas del rubro estaban haciendo reparaciones.
Con este problema que parece simple, comprendí la masacre que se produce sin estos suministros. Primero, la gente no pudo ducharse antes de salir al trabajo. Segundo, no logró planchar su ropa. En consecuencia,  frente a estas dos visiones, observé salir de sus casas a hombres y mujeres hirsutos, con faldas y pantalones arrugados. Pero hay algo peor; nadie pudo tomar desayuno y vi sus bocas amoratadas. El corte de estos elementos vitales se extendió por veinticuatro horas. Entonces el panorama se tornó escalofriante. Los refrigeradores empezaron a descongelarse y el excremento en los servicios higiénicos hizo nata.
La imagen, de una casa después de estos desastres, es asfixiante. Se percibe un desorden atroz; parece que hasta las cortinas se achurrascaran. Parece que los pelos del gato se apretujaran con más fuerza a la alfombra. El patio adopta de inmediato una cara de pereza, y abruma un silencio sinónimo de desolación, de abandono.
Nadie pudo juntar agua en botellas o en tachos. Se desconectaron el televisor, el radio, el Internet. Los celulares hicieron crisis en el momento de agotársele las baterías. A las cinco de la tarde, las vecinas con sus platos y ollas sucias, salieron a clamar el padrenuestro. Todo fue silencio y abandono, la ciénaga y el extravío de resoluciones. La única alternativa fue tirarse a la cama a morir un rato, hasta que las aves y los pajarillos cantasen de nuevo, anunciando el renacimiento de todo.
Si en las ciudades, situaciones como éstas son catastróficas, me pregunto cómo pude vivir cuatro años en la cordillera de la Décima Región de Chile, a punta de vela.  Cómo pude vivir a diez grados bajo cero y sin agua potable, sin radio, sin teléfono. Eran, por cierto, circunstancias distintas. Estaba en una especie de refugio en esa etapa negra de mi país.
De ese tiempo rescato a alguien. Un individuo de sesenta años, con apariencia de “hombre bien”. Trabajaba en la administración de la empresa de caminos. Ignoro cómo llegó a esos lugares apartados. Al paso de los años sólo me quedó su nombre: “Don Reynaldo”. Aquel ser de canas y de presencia burguesa, cuando dejó de laborar y se aprestaba a reencontrarse con la civilización, se acercó y me obsequió un libro pequeño y anchuroso, de hojas delgadísimas, con obras completas de Anatole FranceLas creaciones del Nobel las fui devorando en noches de velas. Era el eterno buscador de verdades, el hombre que anhelaba tronchar lo que estipulaba la vida y la historia. “Las siete mujeres de Barba Azul”, en medio de sombras, calaron hondo en los hálitos fríos de la escarcha nocturna.
Lo concreto es que en la actualidad  el corte de suministro eléctrico y de agua, provocan caos. Y la impotencia se apodera, a latigazos, en todos los mortales..
Sin embargo, y en términos generales, hay trancas y complejos en los seres humanos.  Junto con la vergüenza de salir a la calle lavándose “a lo gato”, se unen obstáculos de personalidad en cosas, a veces, insignificantes.
Cómo no recordar, por ejemplo, esos pueblos diminutos denominados “infierno grande”. Aquéllos donde proliferan los que quieren sentirse de alta alcurnia y que a la larga no son más que pelagatos. En mi etapa de pubertad, pequeños rufianes querían vestirse con ropajes de marcas. Como a los progenitores no les alcanzaba el dinero, buscaban fórmulas para conseguir atuendos diferentes. Muchos de éstos eran regalados por familiares cercanos, pero ellos, frente a sus amigos, los hacían pasar como prendas adquiridas en casas comerciales inaccesibles.
Los pelagallos inventaban historias diversas, rubricaban los atuendos. Mientras más cercanos a sonidos ingleses, norteamericanos o franceses, más preciada era la ropa. Y estos rufianes tempraneros, además, se las ingeniaban para sentirse galanes en reuniones sociales. Eran pobres y les faltaba todo, pero se erigían como cactus del desierto. Mentían, planchaban sus corbatas, cocían calcetines horrorosamente rotos, los calzoncillos con agujeros demenciales. Porque al día siguiente tenían que exponerse impecables, con la imagen viva de los que lo tienen todo. Lo cierto es que nada tenían, eran pobres y apestosos como ratas de alcantarillas y sementales de poca monta.
A partir de esta imagen escenifico el pilar de esta crónica. A partir de acá nacen pensamientos férreos de trancas, frustraciones y complejos del ser humano. Otrora más que hoy.
A los rufianes aludidos anteriormente no les gustaba rodearse de jóvenes feos. A todos los acomplejaban con invenciones irredimibles. Hubo un petiso moreno que tenía un problema irreversible: poseía mal aliento. Él lo sabía y, por esta razón, cada vez que erigía una sílaba al aire, se tapaba la boca con una mano. Para colmo, y aunque esto no es sinónimo de exclusión, era feísimo. Los carroñeros que se creían magnates de la belleza, hicieron lo indecible para sacarlo del grupo. Como esto no era posible, idearon una palabra que en la zona norte de mi patria es veneno poderoso. Le gritaron: “indio concha de tu madre”. Este fue el detonante para que el débil infante se escabullera en las tinieblas. Nunca más se le vio por el barrio. Porque el garabato en cuestión ha traspasado generaciones y décadas como la ofensa más conspicua. Hoy en día se le ha quitado sílabas y parece aun más filudo. Ahora gritan a mansalva: “¡conchatumare!”. Y parece un golpe en el mentón, siniestro.
Pero en cuestiones de trancas y complejos el asunto va más allá. Uno de los líderes de este grupito, quien odiaba ser reducido al escalafón de pobre, sufrió un día la humillación merecida. Recuerdo haberlo acompañado, junto a una de sus hermanas mayores, a la tienda de calzados. Lo hicieron sentar en un sillón donde los compradores tienen la opción de medir y elegir los zapatos. Escuché, entre cuchicheos,  que él le decía algo a ella. En Chile, valga la explicación,  a los calcetines rotos por donde se deja ver un pedazo de carne, se le llama “papa”. El nombre del tubérculo se hizo famoso antaño y hasta estos días es casi igual, principalmente si esta “papa” se deja ver en la parte del talón. Precisamente el muchacho le habría dicho a su hermana mayor que no quería sacarse los zapatos por temor a sentirse observado con sus calcetines rotos. Sin embargo, ella insistió. Y fue tal la insistencia frente al vendedor, que el joven no tuvo más alternativa que acceder. Esta experiencia de la calceta rota, tiene la facultad de humillar al afectado, pero además a los que están cercanos a él. Y así ocurrió. Al sacarse el zapato y quedar con los calcetines al aire, no atinó a mirarse el pie, sino los rostros de su hermana y la del vendedor. Ambos estaban enrojecidos, y una vez que bajó la mirada, entendió que mostraba fenomenal “papa”. Su rostro se tornó doblemente rojo, y ese día comprendió, definitivamente, tras esta humillación, que no era bueno jactarse de “niño bien” en esa pobreza atroz donde se aporreaba.
En asuntos de vestimentas siguen viviendo y aferrándose  los complejos y las trancas, al igual como existen el aire y el agua. Todo quien se jacte de pertenecer a alguna clase social cae en  el desconcierto de sentirse humillado por el que está a su lado. La escena puede traducirse en llevar un atuendo menos lujoso, o bien mostrar la misma chaqueta que usó por tres semanas consecutivas. Ni hablar si alguien sale a lucirse con los tacones gastados como escalera. Menos si a algún eunuco se le ocurre sentarse en el living, de una reunión social, con las piernas cruzadas mostrando feroz agujero en la suela del zapato. Pero hay asuntos traducidos en trancas que suelen ser mayores. Por ejemplo, un hombre o una mujer de rostros agradables y hermosos, que a la hora de reír o de vociferar, muestran sus bocas con uno o dos dientes menos.
Me tocó vivir una experiencia hace más de veinte años con un destacado dirigente político ya entrado en vejez. De gran oratoria, en pleno tiempo de la clandestinidad en la década del 80, a este hombre le corresponde hacer una gran alocución. Fue tanta la efusividad, tanta la garra, tanta la fiereza y pasión de sus palabras, que en un momento inesperado y justo cuando edificaba tenazmente la frase: ¡Todos a trabajar por Chile, carajo!, se le cae la placa dental sobre la mesa. En ese momento todos se miraron, y el silencio que se produjo fue el silencio que nunca más he sentido en mi vida. Nadie quiso mirarse al rostro; todos observaban el suelo. No sé en qué momento el pobre hombre, el gran dirigente, salió de la sala. Sólo traigo a la mente el instante en que voy caminando por la calle con un amigo. Ninguno de los dos hablábamos, hasta que él rompió el silencio y dijo en tono desolador: “Fea escena, compañero. ¿verdad?”. No contesté y me perdí rápidamente por las avenidas. El uruguayo Mario Benedetti dice: ..”luego cuando muchachos/los viejos eran gente de cuarenta/un estanque era océano/la muerte solamente/una palabra…..”.
Los seres humanos se debaten en engreimientos. Es común ver a hombres y mujeres circular por el centro de la ciudad mirándose la facha en vidrieras de casas comerciales. Cada uno, hasta el más feo, cree en su belleza fabricada.
Hay negros que en pleno siglo 21, los más estúpidos, quieren esclarecerse el rostro para alcanzar la similitud de un blanco. No pensé que a estas alturas de calentamiento global y un planeta en estado de S.O.S. siguieran prevaleciendo estas atrofias. Lo vi en un programa televisivo de una famosa conductora latinoamericana. Lo que no saben esos ingenuos, es que hay miles de mujeres jóvenes que darían su vida por tener el rostro moreno, para ser más atractivas a los machos.
Entre tanta bagatela y pensamientos difusos, a la hora de la muerte, en el momento en que el cuerpo está dentro de un cajón, nos damos cuenta que las trancas y complejos son absurdeces, al igual que la valía del dinero en una isla desierta.
Pero lo cierto es que cuando cortan el suministro de agua y luz se alborota el vecindario. Nada se puede hacer sin estos elementos. Menos salir a la calle lavándose “a lo gato” y apestar a las cinco de la tarde como un basural enquistado en las afueras de la urbe. 


en  

2 comentarios:

Lila Nena dijo...
VIVIMOS EN UN MUNDO DONDE SE APLAUDE A LA ESTUPIDEZ ,POR LLENAR VACÍOS PARA NO SENTIRNOS Y MUCHO MENOS MIRARNOS TAN ESTUPIDOS ANTE LO QUE HAN CREADO Y HEMOS ACEPTADO COMO UN ESQUEMA DE "BUENA VIDA",CUANDO NO QUEREMOS ACEPTAR LO QUE SOMOS COMO HUMANOS. Y ES TAN SIMPLE.
Lila Nena (México)
Marcelo Ivan Saez Barrena dijo...
ASI ESTA LA COSA LLENA DE MIERDA

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