viernes, 20 de diciembre de 2013

Dame de beber con tus zapatos


Escribe Carlos Amador Marchant


Los zapatos tienen para mí la imagen de lo desconocido. No son solo el rostro de aquellos que se exponen en grandes tiendas,  los que brillan por su cuero, sino la puerta de entrada a la vida humana.
Entregada mi visión respecto a ellos, al observar ventas de zapatos usados, siento la presencia y el corolario de un cementerio difuso donde cuerpos humanos son, sencillamente, los calzados viejos.
Y consciente que la historia encerrada en cada uno de estos es larga y bravía, al verlos tirados y expuestos, en ferias pobrísimas, las visiones son diversas: veo especies de cadáveres que se entreveran unos a otros y hasta parecen sufrir por tan larga y despiadada vida que le obsequian. Hablo de las sensaciones que me dan estos vetustos formatos.
He visto zapatos viejos debajo de las camas sin que nadie los reclame. Otros se hacinan en closet durmiendo una larga siesta. Son la presencia misma de la piel de los hombres cuando se desgastan luego de haber surcado por cientos de ciudades del mundo. 
Los zapatos nacieron para que el hombre los transporte. Si miramos esta foto desde lejos nos damos cuenta que ambos se guían. Zapatos y hombres, entonces, son una misma cosa.
El pie del humano, al posarse en la suela, deposita sus marcas y estas se contraen eternas en rumbos distintos. Al mirar un zapato viejo, al observarlo minuciosamente, conozco toda la existencia del que los condujo. Porque los zapatos tienen vida, pero son silenciosos como la estructura del desierto.
Por todo lo antes dicho, nada más triste que ver un calzado viejo, abandonado, en medio de la escalofriante soledad de una oficina salitrera, por ejemplo.
Pero también acoplo otras tristezas: los zapatos entreverados en la pieza de un prostíbulo pobre, de esos donde el olor a alcohol y tabaco sin ventilar remecen paredes. Veo esa casa en ruinas, esas mujeres que se paseaban por los pasillos, por las escaleras. Observo los cuerpos voluminosos, las caderas de todas las mujeres y la risa alocada y los cigarros, el alcohol. Veo la noche transformada en luces de muchos colores y el grito febril de la vida. Pero esta casa ahora solo deja ver maderas carcomidas y los olores, feromonas, han huido dejando solo el hedor a ratas y destrucción. Y no están ellas ni sus nombres, pero debajo, en escondrijos, han quedado zapatos carcomidos, los mismos que las grofas usaron en noches de sobresaltos. Y están acurrucados como perros plagados en sarna, como si el aliento de la vida se perdiera ahí para dar paso a la muerte, al silencio más rotundo de todos los silencios.
El sevillano Antonio Machado vuelve con sus versos antiguos y se presenta limpio otra vez: “Al andar se hace camino,/ y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar… “.
La pobreza de mis orígenes obligaba a los amigos del barrio usar dos pares de zapatos. El primero era para el colegio. El segundo, para ocasiones especiales. Este último siempre fue de color café. Creo que la miseria hacía pensar que ese colorante era sinónimo de prestancia. Recuerdo a un fachendoso, en etapa de pubertad, sacarle brillo al cuero todos los fines de semana. Cuando lo hacía, su rostro se iluminaba. Era un muchacho amante de las fiestas. Por lo tanto, el ceremonial del lustrado demoraba alrededor de una hora. Con escobilla en mano metía betún por cada costado del zapato. Lo observaba, le pasaba el dedo. El ritual era examinado por el resto de los infantes quienes, incluido yo, pensábamos que el liliputiense representaba la fiel imagen de un pretencioso de mierda.   
Pero esos zapatos anduvieron en muchas fiestas, rasparon el piso, participaron de algunos saltitos menudos y hasta pisaron excrementos de perros. Pasaron muchos años y aquellos, con las suelas muy gastadas, quedaron arrinconados en un rincón de su casa. Murió el muchacho una tarde de otoño en cruel accidente de tránsito. Su cuerpo está carcomido en el cementerio. Los viejos calzados viven en su casa, protegidos por el recuerdo impenitente de sus padres. Los excrementos de perros están allí, las fiestas, los caminos, los surcos.
Es increíble cuando poetas chilenos son tan exactos (Chile ¿país de poetas?): “Uno está aquí y no sabe que ya no está, dan ganas de reírse/de haber entrado en este juego delirante,/pero el espejo cruel te lo descifra un día/y palideces y haces como que no lo crees….” (Gonzalo Rojas).
Siempre he creído en los zapatos. Son para mí como la otra imagen del cuerpo del hombre, o más bien, como la sombra que lo acompaña.
Por esta y tantas otras razones, en mi niñez conocí a muchos zapateros. No me guiaba el deseo de conversar con ellos, sino observarlos en su cometido. Terminé situándolos como médicos y al mismo tiempo cirujanos. Cada tres  horas llegaban señores con sus “pacientes”  protegidos en bolsas. Los zapateros los observaban y daban el diagnóstico: “Este está por morir, señor, pero con una buena suela y algunas coseduras, lo dejaremos como nuevo”, decían. Y sus dueños se iban felices. Volverían esas especies de cadáveres a relucir por las calles.
Los zapateros, por urdir en tan triste vocación, siempre fueron risueños y conversadores. Podían estar una mañana completa dialogando, pasando de un tema a otro, mientras claveteaban, cosían y salvaban a sus pacientes.
Algunos también mentían y echaban andar el poder de la imaginación, hasta transformar a esta, en verdad inventada. Recuerdo a un morocho de origen peruano que empeñó unos zapatos casi nuevos por falta de clientela en la última semana del mes. Cuando fueron a retirarlos tuvo que mentir expresando que, por falta de tiempo, el arreglo lo realizaría en dos días más. Fue su suerte mayor al lograr a la mañana siguiente rescatar los zapatos empeñados. Sin embargo, el dilema se agigantó al percatarse que había olvidado por completo qué arreglo debía ejecutar. No le quedó otra opción que observarlos minuciosamente y tomar una determinación rápida. Concluyó que estos tenían los tacones gastados y les acopló unos pedazos de gomas gruesas. Cuando llegó la clienta, que era una mujer de voz prepotente, quedó perpleja. Gritó con voz flamígera: ¡Pero usted por segunda vez no ha hecho nada!. El remendón doblemente asombrado preguntó: ¿pero por qué dice eso?. Y la mujer retumbó el local con voz que parecía bombardeo: ¡Porque yo le dije que estos zapatos me los tiñera de color café y lo que veo es el mismo color negro!. Me da pena pensar que el cierre de este local se debió a tantos reclamos de su clientela. Al zapatero lo vi meses después cargando sacos en los terminales del agro.
 Los zapatos por el largo deambular de mi vida siempre produjeron nostalgia. En tiempos de miserias nada más triste que un agujero en la suela. Un agujero en donde, incluso, se te sale el dedo. Los zapateros saben de esto, y cada vez que los recuerdo, veo sus rostros demacrados como los médicos cuando se produce una epidemia.
Hay olor a zapato en mi alma, dijo una mujer de la cordillera del sur austral de Chile, mientras su cocina a leña iluminaba la noche pobre. Después que dijo eso, yo me retiré a caminar por los caminos lluviosos y nocturnos,  cabizbajo.
Carlos Pezoa Véliz, el chileno poeta de los mendrugos, tal vez reseñe y dé una cuota más veraz a estas divagaciones: “¡Pobre peón!. Sus padres idos/eran brutos y hasta idiotas,/que no hicieron otros ruidos/que el de sus toscas ojotas.”

editor

2 comentarios:


Lila Nena dijo...
me gusto mucho. saludos!!!!!!!!!
Lila Nena (México)
Luis Sepúlveda (escritor) dijo...
Querido amigo, como siempre disfruto y me maravillo con tus crónicas. ¿Para cuando un libro?
un abrazo
Lucho
(España)


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"El mundo que hicimos, el mundo que queda por hacer, no tienen el mismo valor o significado. Se hilvanan distintos ojos. Pero la vida es una sola, conocida o no, y la acción de amarnos con chip reales, tendrá que ser prioridad de los nuevos tiempos."

Carlos Amador Marchant.-

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Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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