Escribe Carlos Amador Marchant
No es posible apartarse de algunas
realidades ni menos entrar a falsear pasajes de la historia. Pero se
hace. El hombre, en su afán de perfección, logra, a la larga, ser
más imperfecto. Lo he dicho en otras ocasiones: tenemos incorporados
al cerebro todos los chip negativos, aquéllos que hacen que no nos
encontremos. En mi país, en Chile, existe la costumbre “enfermiza”
de criticar a personajes mundiales sin diálogos de altura. Y lo peor
es que dentro de todo el territorio hay un alejamiento completo del
tema solidaridad con su propia gente, en un país donde se violan
todos los derechos humanos desde el nacimiento del ser hasta, incluso, su muerte.
Fidel Castro, el hombre y el eje
central de este escrito, el llamado Comandante, murió en la noche
del 25 de noviembre de 2016, y al momento de su muerte, comenzaron a
agilizarse las redes sociales con millones de seguidores y otras
cifras de detractores. Sin embargo, me atrevo a decir que las
tácticas del mal informar a la población mundial, unida a la
ignorancia que aflora como enfermedad, logran el cometido de
distorsionar la figura de ciertos grandes personajes de la historia
universal.
No quiero hacerme partícipe de esas
discusiones aberrantes que lo único que hacen es disminuir más al
ser humano, enfrascado éste en esa “enfermedad terminal” a que
lo han expuesto aquellos desalmados que juegan con la población a
grado tal de manipularla como muñecos de trapo.
Esta no es una crónica que hable de
la vida de Castro, más bien la intención es graficar el momento en
que el revolucionario se sitúa a centímetros de mi estructura en
etapa juvenil, y en un lugar pobrísimo del mundo, como lo fue el
puerto de Iquique (Chile) en la década del 70.
Por aquel tiempo la figura Castro
era como ver una estrella dibujada sobre el firmamento. Era el
fenómeno latinoamericano, el valiente, el salvador de todo pueblo
sufrido. Todos querían ser comunistas. Era como la moda. Los
profesores querían ser comunistas. Los escritores también. Tal vez
algunos ni siquiera tenían convicción, pero era la moda. La verdad,
no se me ocurre otra descripción. Lo concreto es que se vivía un
proceso de cambios profundos en todos los ámbitos. Sí, era casi
como la moda. Pero OJO, ahora el debate no debe ser el mismo de
siempre, es decir, lo que fue, lo que hizo, sino más bien lo que
dejó como legado para la humanidad, la misma humanidad que hay que
salvar ahora YA.
Por otro lado, debemos decirlo,
tenía méritos de sobra para ser admirado a nivel macro. Muy joven,
extremadamente joven (27) había ideado y participado en el asalto al
Cuartel Moncada (1953). Y si bien este accionar fracasó con altos
costos humanos, logra derrotar al dictador Fulgencio Batista, y
entrar triunfante a La Habana, Cuba (1959, con un puñado de
hombres), seis años después, cuando cumplía 33.
Unido a esto galopa el talante de
este hombre, que es acompañado, además, por su metro noventa y uno
de estatura y agilidad sorprendentes. Cuba es la pequeña isla
situada al lado del gigante norteamericano. Es la hormiga que desafía
al elefante del capitalismo, que lo incomoda y lo seguirá
incomodando. En otras palabras, todo el mundo estuvo atento a ese
espacio geográfico. Y Fidel Castro, era el hombre, era el líder.
Al año siguiente (1971) de haber
asumido Salvador Allende, la presidencia de Chile, y tras restablecer
relaciones diplomáticas con la isla cubana, Fidel Castro visita
territorio chileno y recorre diversas ciudades de norte a sur. Al
paso de muchos años siempre me pregunté sobre su gallardía para
sortear la muerte en combates, en atentados por parte de un Estados
Unidos que lo persiguió de por vida. En otras palabras, y usando
jerga popular chilena: “eso es tener mucha cueva”.
Hubo toda una historia que siempre
circuló por los diarios del mundo. Castro, frente a esas historias,
era un ser admirado por las masas, y al mismo tiempo, temido.
Sin embargo, cuando ya está todo
dicho, cuando, a la vez, se sigue estafando a la población mundial,
pero, además, cuando ésta ya ha abierto los ojos muy abiertos,
cuando los grandes capitales, es decir, los que mandan al mundo, no
hacen otra cosa que repeler con mayor fuerza a los humanos (porque no
les queda otra salida), Fidel Castro, muere.
Al usar la expresión “temido”,
lo hago fundamentalmente porque al igual que los nazis crearon y
recrearon una serie de juegos infantiles exaltando el odio a los
judíos, los norteamericanos hacen lo propio contra los rusos en
aquella llamada “guerra fría” que es grotesca, inhumana, por
desmembrar dos palabras extremadamente “suaves”.
En mi etapa de juventud me vi
invadido, como muchos, por propaganda norteamericana que llegaba
envasada a las radioemisoras de entonces, poderosas comunicadoras de
época. Recuerdo un radioteatro (año 1968) llamado “El capitán
Silver”, cuya trama tenía que ver con una embarcación que surcaba
los océanos del continente tratando de salvar a la humanidad de los
asesinos, de los delincuentes, de los hampones, es decir, los rusos.
Y estaban tan bien ejecutados, tan entretenidos, que uno terminaba
creyendo que los buenos eran los yanquis y los malos los rusos. Pero:
¿a quién mierda interesaba este asunto de buenos y malos, este
asunto de naciones en persecución constante?. Y, sin embargo, muchos
ingenuos se creyeron el cuento.
En este escenario, cuando Fidel
Castro pisa tierra iquiqueña, en noviembre del año 1971, muchos
salieron a celebrarlo y otros muchos tiritaban de miedo, veían (por
la propaganda anti castrista) masacre en las calles, veían tanques
rusos atacando casas, veían a los guerrilleros cubanos con sus
barbas hirsutas.
Emulando a Neruda: “Yo vivía en
una casa de...” Iquique, que estaba ubicada frente a la Intendencia
Regional, actual Palacio Astoreca del puerto histórico. En ese sitio
estaban instalados los intendentes con sus familias sin más
resguardo que un carabinero apostado en una de las esquinas, con
amplios ventanales sin ninguna reja de protección (a diferencia de
las casas de ahora).
Los contornos del inmenso palacio de
madera estaban acordonados y la gente comenzaba a aglomerarse con
banderitas chilenas y otras del partido comunista. Cerca del mediodía
veo aparecer a Fidel Castro junto al Intendente Alejandro
Soria. Más allá estaba la banda instrumental del ejército.
Castro
era de una estatura impresionante, y corpulento. Vestía uniforme
verde con botas negras. Alcanzo a tocarle el brazo. Me mira. Al
momento de iniciar la marcha para hacer revisión de tropas, observo
que el Intendente no se decide a dar el primer paso y es el
representante cubano quien toma la iniciativa con agilidad.
En
medio del griterío veo a ambos ingresar a la intendencia. Cuando
retorno al edificio colectivo lynch, observo que en sus pisos hay
hombres de civil con metrallas. Es decir, allí se había focalizado
la vigilancia minuciosa, la misma que se extendió hasta altas horas
de la noche. En su estada en el puerto, al margen de grandes
discursos en plazas céntricas, nunca se supo su verdadero
itinenario.
Años
antes, el puerto histórico, el mismo sitio de la masacre de miles de
obreros salitreros a comienzos del siglo veinte, había visto pasar
camiones (1967) con guerrilleros bajando de la sierra boliviana, tras
la muerte del Che Guevara. He de recordar aquellos camiones, como
grandes vehículos impregnados de tierra y sal del desierto.
A
mis quince años de entonces quise observar la historia como lo he
hecho hasta estos días, a revisarla con cautela, a ver de cerca la
verdad y la tergiversación. El personaje que fue y es Fidel Castro,
tiene altura de apostolado aunque nunca quiso sentirse como tal.
Frente a tanta historia adversa, muchas de ellas inventadas, no son
muchos los hombres que llegan a esta vida a entregar ideas para
compartirlas con la humanidad. Y, al mismo tiempo, como hombre,
ninguno de nosotros está ajeno a errores. No somos perfectos.
Me
sigue resultando sorprendente la vida extensa de Castro. Murió a los
90 años y tal vez pudo haber muerto a escasos minutos después del
triunfo de la revolución. O tal vez en sus idas y venidas por
distintos países del orbe. Y si bien es cierto luego de retirarse de
la vida pública, y mientras el mundo siguió atento a su existencia,
era momento de partir como bien lo dijo en más de alguna ocasión:
“A todos nos llega la hora”.
Y
comienza la hora del minucioso estudio sobre lo que entregó al
mundo. Y ésta será recién ahora, ejecutada, por cierto, por
aquéllos que estén al servicio de la preservación del planeta y la
existencia humana. Porque según Castro: “Hablo en nombre de los
niños que en el mundo no tienen un pedazo de pan, hablo en nombre de
los enfermos que no tienen medicina, hablo en nombre de aquéllos a
los que se le ha negado el derecho a la vida y la dignidad humana.
Unos países poseen, en fin, abundantes recursos; otros no poseen
nada: ¿cuál es el destino de éstos?, morirse de hambre, ser
eternamente pobres. ¿Para qué sirve, entonces, la civilización?.
¿Para qué sirve la conciencia del hombre?. ¿Para qué sirven las
Naciones Unidas?. ¿Para qué sirve el mundo?. No se puede hablar de
paz en nombre de decenas de millones de seres humanos que mueren cada
año de hambre o enfermedades curables en todo el mundo. No se puede
hablar de paz en nombre de 900 millones de analfabetos. La
explotación de los países pobres por los países ricos debe
cesar….basta ya de palabras; hacen falta hechos..” (extracto
discurso en la ONU en 1979).
Me
atrevo a decir que Fidel Castro vino al mundo no sólo con el afán
de salvar a una isla, sino a entregar un mensaje más global. Hay
partidos políticos que ansían adueñarse de la figura Castro, y la
verdad es que él es más que eso, fue y es la razón
latinoamericana de hermanar pueblos, de eliminar fronteras, de
encontrarse con la real esencia de la existencia humana. Pero en la
tierra, como se ha escrito y reescrito a lo largo de siglos, no todos
escuchan.
Escrito
en 28 de noviembre de 2016-Valparaíso
Muy interesante tu escrito Carlos. Estuve en Iquique en esa ocasion. Saludos, Marco Donoso.
ResponderEliminarGracias, Marco. Un abrazo.
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