¿Qué es la finalización de un año y el comienzo de otro?.
Simplemente un pizarrón que borramos para dar inicio a nuevos
rayones o nuevas letras. Tal vez es otro cuaderno comprado en
librería y que espera pensamientos planchaditos recién salidos de
la mente. Esto en el contexto. Lo importante es que el asunto no se
nos transforme en rutina. Sin pretender echar por tierra tradiciones
del mundanal, debo recordar que desde mi niñez jamás sentí
acercamiento hacia estas festividades. Las encontraba absurdas,
tontas. Veía a los muchachos correr con petardos, estrellitas y un
cuanto hay de artificios peligrosos, veía a las dueñas de casas
esmerarse en sus cocinas con asados, matando animales diversos, veía
a los hombres llegar con barriles de vinos, con cervezas cuantiosas.
Y muy cerca de las 24 horas, los veía entrar a sus baños con
urgencia. Había que ducharse con urgencia, había que ponerse el
mejor traje del momento, había que estar presentable porque a las 12
de la noche, cuando la sirena del puerto emitiera el estruendoso
sonido, todos debían abrazarse y lanzar la mejor sonrisa, el mejor
perfume, la mejor palabra. Todo se traducía en comer mucho y beber
mucho, y bailar mucho. Había llegado el nuevo año y junto a él, a
las cuatro de la mañana, los comensales, los bailadores, los
entusiastas, dormían sobre las mesas, sobre sillas, en camas. De
niño la pregunta clave fue: ¿qué es esto?. Y la respuesta clave
fue un “silencio ermitaño”.
Añoso como árbol que mira pasar generaciones diversas, entendí que
los hombres celebran hasta por cerrar los ojos y que, sin pedirle
consejos a nadie, desde niño me había alejado de ellos. Y comencé
entonces a idear fórmulas que me hicieran sentir más partícipe de
la estupidez. Y fui entrando con el ceño fruncido a estas calabazas
extrañas donde la risa es risa y el llanto es llanto.
Escrito por Carlos Amador Marchant en 2 de enero de 2017-Valparaíso.
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